uando una gesta social logra convertirse en punto de confluencia de muchas reivindicaciones y muchos malestares, cuando adquiere dimensión masiva y simpatía multitudinaria, cuando forja posibilidades reales de éxito, se dice que marcha viento en popa, que las cosas van bien. Se llaman momentos de ascenso.
Pero cuando las cosas van bien para la causa, ésta se llena de logreros y de arrimados. Los disensos afloran; se intensifican los jaloneos entre corrientes y segmentos y las traiciones se ponen a la orden del día. Los embates de los adversarios crecen en virulencia y en vileza –echarán mano de todo recurso legítimo o ilegítimo para frenar el ascenso de quienes aspiran a conseguir reivindicaciones y realizar cambios– y las presiones para hacer descarrilar al movimiento, para dividirlo o, cuando menos, para confundirlo se vuelven casi insoportables. Las reuniones se hacen ríspidas, proliferan en ellas las maniobras para imponer tal o cual posición, y la desconfianza entre compañeros tiende a sentar sus reales.
Es natural. El correlato de las ratas que abandonan las embarcaciones a punto de hundirse son las ratas que tratan de subirse al precio que sea a las que permanecen a flote y tienen perspectivas de llegar a buen puerto.
Si un movimiento empieza a cosechar éxitos o cuando menos se aproxima a la cosecha, es porque ha conseguido generar consensos coyunturales y, a veces, hasta accidentales, entre individuos y grupos muy diversos: se convierte en espacio de convivencia entre personas y conglomerados que en otras circunstancias actuarían en forma separada. En ese momento, las perspectivas de triunfo dependen de que la causa sepa priorizar los puntos en común sobre las diferencias y gestionar acuerdos para sortear las segundas, a fin de buscar la consecución de los primeros. Muchas veces hay que renegociar acuerdos que parecían ya tomados y que se desmoronan en forma súbita.
La proliferación de problemas internos y de golpes externos en las coyunturas de auge contrasta con el vértigo del ascenso y suele vivirse como una experiencia paradójica y amarga, como una premonición de derrota a las puertas del triunfo o, para decirlo en la metáfora de César Vallejo, como las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema
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Depende del grado de conciencia de los sectores que conforman al movimiento que esa incomodidad pueda ser superada y que no se convierta en parálisis. Si se tiene lucidez acerca de los objetivos superiores, las confrontaciones y las adversidades pueden ser resueltas. Si hay claridad sobre lo que puede lograrse y lo que no, el éxito se vuelve una posibilidad real. Hay que saber distinguir los tiempos de la construcción a largo plazo de las circunstancias en las que es preciso pronunciar ahora o nunca
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Hay momentos en que se hace indispensable un acopio casi infinito de paciencia para dar fuerza y músculo a la impaciencia. Ninguna lucha social con perspectivas de éxito es un rosario de triunfos consecutivos y engarzados nada más por el entusiasmo. Se requiere, también de aptitud para sobreponerse a los golpes y a situaciones anticlimáticas.
Un movimiento social triunfante es una combinación entre una energía arrolladora y un delicado tejido de subconjuntos e intersecciones de convicciones, intereses, anhelos, afinidades y aversiones personales y grupales.
Cuando una gesta social vive momentos de ascenso es normal que se vea sometida a golpes externos que quieren ser contundentes y definitivos, y que proliferen en su seno los desacuerdos, las intrigas, las desconfianzas, las grillas y hasta las traiciones. De algún modo, esos inconvenientes amargos son señal de que las cosas van bien. Porque cuando van mal no pasa nada de nada.
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