Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de junio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La mudanza mayor
E

n el sprint final, los corredores se aprestan a echar su resto, pero en el entorno, los mil y seguros seguidores no coadyuvan a que asuman su circunstancia como una de máxima responsabilidad política y ética. Los medios de comunicación masiva, a su vez, parecen más que dispuestos a reproducir las más estrafalarias especies y prohijar las peores formas de comunicación política, destinadas no a la ilustración o a la propaganda por la causa sino a la destrucción del contrario y, ya entrados en gastos, a disparar sobre lo que se mueva por esos flancos.

La polarización social que subyace a nuestro ceremonial sucesorio ha hecho de éste un oblicuo juego de espejos y una rutina que para muchos, en el fragor de la batalla de imágenes, se ve como prescindible cuando no como un obstáculo al avance del país y del Estado. De aquí la redición obtusa de la tentación autoritaria como salvación ¡de la democracia!

Se reconoce abiertamente que la eficacia del Estado fue puesta en entredicho desde hace lustros, por la infausta recepción que desde el propio Estado se hizo del neoliberalismo como panacea para todos los males, los de entonces y los que vinieran. Por eso, el que el peñapriísmo proponga la recuperación de dicha eficacia no exime a su partido de un ajuste de cuentas con su desempeño, como protagonista estelar primero y como socio bien dispuesto después, de una modernización que confundió los medios con los fines e hizo de los gobiernos del priísmo tardío y del panismo crepuscular funestos aprendices de brujo de una magia que, como lo hemos tenido que atestiguar en estos años de crisis global, era para mayores.

La solución de Peña Nieto a la insuficiencia gubernativa que aqueja al Estado no convence a nadie o a muy pocos, porque lo que está en juego a los ojos de la mayoría no es el número de diputados o de senadores sino la enorme distancia que se impuso en estos primeros años de la democracia entre los órganos colegiados representativos y la ciudadanía de a pie o de automóvil. Si agregamos a lo anterior la normatividad absurda impuesta a las agencias encargadas de desplegar la intervención del Estado en los diversos campos de la producción, la distribución y la supervivencia de las poblaciones, tendremos el mapa completo, o casi, de la corrosión del Estado.

A ella se abocaron, como si fuera manda mayor, priístas y panistas en un peculiar contubernio que llevó a la nación a los confines del (mal) sueño liberista de una nación sin Estado, ni crecimiento, ni policía; sólo ministros de la Suprema diciendo el derecho para nadie, y órganos electorales embarcados en una producción fútil de legitimidad que empieza su cuenta regresiva apenas se declara al ganador de la contienda.

Los poderes de hecho, como las grandes corporaciones económicas y mediáticas, las iglesias, en especial la católica, y los intereses concentrados del exterior, llegaron para quedarse. De serles posible, buscan y buscarán marcar la pauta a una democracia silvestre y agreste, en la que el tristemente célebre México bronco de don Jesús Reyes Heroles se defiende y lucha por sus fueros y no sólo en la agreste tierra de don Juan Álvarez. Si agregamos la sombra letal del crimen organizado y la tentación que la guerra en su contra ha sembrado en más de un mando militar, tendremos el inventario de restricciones envenenadas que rodean la sucesión presidencial de 2012.

Nadie, mucho menos los aspirantes y sus estados mayores, puede hacer ahora como que la virgen les habla porque ya habló, y mucho, en los meses y años de violencia y muerte, abuso y pelea sin límite de tiempo a que sometieron al país estos y otros poderes salvajes. Estamos en el ojo de un huracán que nos impide asimilar la intensidad y destructividad del viento.

La sensación de vacío o soledad que muchos sufren es implacable y no la conmueve el ruido electoral ni la expectativa electorera. De aquí la desazón cotidiana de vivir un peligro inminente que las instituciones por sí solas no pueden exorcizar. La aparición de connatos de confrontación puede ser superada por los bienvenidos compromisos de todos los candidatos con la legislación y la institucionalidad electoral, pero con eso sólo podemos aspirar a cruzar el Rubicón de julio, mas no el mar Rojo de una transición gubernamental que no puede verse como un mero componente ornamental de la sucesión.

Se requerirá de mucho más para decirle a la sociedad, acosada por el miedo, lo que Roosevelt dijo a sus compatriotas en 1932: de lo único que hay que temer es del temor mismo.

La reinvención de López Obrador como un peligro para México, a que se han dado en estas semanas finales publicistas y epígonos diligentes, no lleva a ningún puerto abrigado. De volverse a explorar, como ya lo hacen muchos gestores solícitos de la suspicacia, derivaremos a mar abierto, al engañoso azul profundo, sometido a mareas altas donde se aloja el cultivo del terror como forma de gobierno.

Un cambio en serio, verdadero a la vez que seguro y tranquilo, ha sido planteado una y otra vez desde la izquierda y reclamado como compromiso fundamental y transparente por los universitarios movilizados de las últimas semanas, y qué bueno. Pero qué poco.

Instalar un Congreso representativo y alerta, dispuesto a recuperar su legitimidad primigenia y de inmediato hacerse cargo de tareas cruciales en materia económica y social, presupuestaria y financiera, va más allá de los votos: tiene que emerger de las instituciones vigentes para proponerse su reforma fundamental. La defensa de las instituciones es inseparable de su crítica y del balance de su desempeño porque, contrariamente a lo que algunos acomodados piensan, no es su consolidación lo principal sino su puesta en sintonía con un cambio político, social y económico, sin cuyo inicio abierto, desde el primer día de julio, el país no va a marchar.

La mudanza mexicana tiene que ser mayor y no se reduce a la defensa de las instituciones. Hay que fortalecerlas, sin duda, pero no con actos de fe sino con firmeza republicana y organización popular.

Para hacerlo hay con qué y con quiénes, pero el punto de partida es aceptar que no hay exclusividad de partido ni de retórica. Es y será tarea de muchos, cuya obligada fusión implica reconocer sin temor el valor central de la interdependencia que, para ser real, debe desembocar en formas de solidaridad en las que la exclusión a priori o por decreto no tiene cabida.

Desentrañar y tejer: liderazgo y cambio… verdadero.