l carácter de una democracia siempre está presente, puesto que enmarca las condiciones de la existencia en una sociedad determinada. Le da un contenido real a la vida colectiva. Pero también es una percepción y ésta puede ser muy desigual, tanto como la estructura de esa misma sociedad.
En tiempos de elecciones, el carácter de la democracia se hace más evidente o, cuando menos, se considera de un modo más directo, pues se evalúa un gobierno que termina y se cuestiona el que está por venir. Cabe inquirir si hay descontento con la democracia tal y como existe hoy en México. Formalmente la democracia ha cambiado en los últimos años y ese no es un asunto menor. Lo cual no quiere decir que funcione bien o satisfaga las necesidades de la población, las exigencias del crecimiento económico, la legalidad y la justicia.
La insatisfacción con la democracia se encubre de distintas maneras, por cierto muy efectivas en México, como ha expuesto recientemente el diario The Guardian. Las afirmaciones suelen ser más fuertes cuando vienen de fuera, pues sorprenden a quienes ponen en evidencia. Pero las expresiones internas son igualmente contundentes.
No es suficiente que haya una separación de poderes a escala federal o regional, tampoco que haya un instituto autónomo que regule las elecciones. La comprobación de ambas afirmaciones no se sostiene de modo práctico para los ciudadanos, es decir, en sus espacios de acción, de eso que llamamos la libertad. Los componentes de la democracia están ampliamente cuestionados. Y no se trata exclusivamente de un tema académico, sea de la ciencia política o de la historia, tiene que ver con la experiencia cotidiana.
¿Podrá seguirse planteando realmente que ésta es una democracia sin adjetivos? La afirmación está desgastada, aún cuando se admita que aquella tiene muchas imperfecciones. Como expresión del modo en que funciona esta sociedad aparece como una noción desarraigada.
Esta democracia, como todas, está marcada por la forma en que se ejercen los poderes, así dicho en plural. En algunas sociedades hay formas de contención –imperfectas– de los intereses individuales que tienden a imponerse sobre los intereses colectivos. En México los límites son, en cambio, muy laxos y discrecionales, si es que existen. Las leyes que nos rigen y la manera en que se aplican no son un factor de equilibrio en el marco de una sociedad compleja. Aparecen, más bien, como un instrumento para sostener y recrear los desequilibrios.
La concentración de esos poderes ha evolucionado en las últimas dos décadas, pero esa condición sigue siendo definitoria del modo de ser de esta sociedad y se asocia directamente con su esencia profundamente desigual. La manifestación del interés individual choca cada vez más y de manera frontal con el interés colectivo. Y esto parece bien resguardado por la democracia de facto. El mercado, por una parte, y, por otra, las formas de la gestión política desde el gobierno y el Estado tienden a reducir el terreno de la ciudadanía. Una democracia con una ciudadanía disminuida está ya adjetivada más allá de toda formalización teórica o ideológica.
Un hecho que en los años recientes ha exacerbado las contradicciones de la democracia es el de la inseguridad pública asociada con la creciente violencia. Esto no es compatible con el desarrollo de la democracia, al contrario favorece el miedo y su contraparte que es el control autoritario. Lo mismo ocurre con la insuficiencia del crecimiento y la desigualdad de la distribución de la riqueza y los ingresos.
Así se advierte, también, en cuanto a la ineficacia asentada en el uso de los recursos naturales, como el petróleo y el gas. Así ocurre con la fragilidad del mercado laboral, el aumento galopante de la informalidad y la precariedad del trabajo de millones de personas. Lo mismo pasa con la gestión fiscal aun en el marco de unas finanzas públicas sanas
y de la estabilidad macroeconómica.
Por eso es que la reiteración de la necesidad de reformas (laboral, energética, fiscal) se convierte en una retórica sin contenido efectivo en términos no sólo de su efectividad para el crecimiento de la economía, sino en cuanto a su mismo sentido democrático. No son las reformas por sí mismas lo que está en disputa, sino su contenido específico y sus repercusiones a largo plazo.
Para algunos las próximas elecciones federales están planteadas entre la restauración del viejo sistema y un liderazgo populista. Si el país está para eso, peor para nosotros. La aseveración del mesianismo de los candidatos de la izquierda desde 1988 hasta hoy, está fuera de órbita.
La opción al viejo sistema representado por el PRI (y hay quien piensa que ahora podría ser diferente, como en un acto de fe), no es el populismo. La alternativa es una reconformación del modo de ejercer el poder y establecer pautas funcionales para dar un contenido efectivo a las condiciones del crecimiento productivo, el desarrollo social, la inclusión, la seguridad y la propia democracia.
Después de todo quienes alertan contra el populismo son los mismos que admiten la existencia formal del aparato democrático del país, así es que habrían de ser más consecuentes. México no se podrá gobernar sin acuerdos, consensos y transformación institucional; el asunto clave es cómo se definirá y quién guiará tal proyecto.