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Nosotros ya no somos los mismos

El derecho a la información

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a Constitución y el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) establecen criterios para la debida interpretación de la norma jurídica. Éste, con base en la primera, señala en su artículo tercero: “La interpretación se hará conforme a criterio gramatical, sistemático y funcional….” El artículo en comento es el sexto de la Carta Magna. Las últimas 10 palabras de su premisa fundamental constituyen la litis de mi audaz alegato. Éstas son: El derecho a la información será garantizado por el Estado.

En su interpretación, el tribunal afirmó que el derecho a la información es un imperativo para el Estado. Por tanto, no se pueden imponer mecanismos que conviertan ese derecho y su ejercicio en algo obligatorio para las personas, ya que con ello dejaría de ser tal para convertirse en obligación (Fabiola Martínez, La Jornada, 5/5/2012). Luego vino un lamento del magistrado Salvador Nava: Sería muy triste y trágico que en alguna población un ciudadano quisiera escuchar el debate y no pudiera hacerlo. Si ese ciudadano no puede, aunque quiera, oír el debate por carencia de energía eléctrica, baterías o un receptor, aunque sea de galena, no es responsabilidad del señor Nava, pero ¿y si es por falta de señal que Gobernación tenía la obligación de ordenar se difundiera en todo el país? (artículo 62 LFRT). Seguramente la tristeza del magistrado será infinita, pero aunque se desgarre las vestimentas y se mesa los cabellos de dolor, ese hipotético ciudadano, por lo pronto, se jodió.

El tribunal tiene razón: El derecho a la información es un imperativo para el Estado, lo que de ninguna manera puede ser interpretado, tan burda y limitativamente, como que ese imperativo consiste en que el Estado brinde la información que posea, pues ni el sentido gramatical ni el ánimus del legislador así lo expresan. El imperativo constitucional tiene un significado incontrovertible, blindado contra erróneas interpretaciones: establecer, sin tapujos, que el Estado está obligado a proceder, con todos los recursos legales de que dispone, para garantizar el derecho a la información de todas las personas. Aquí el concepto de información tiene que ser entendido en su más amplio y holístico sentido, pues tan no se pretendió constreñirlo con el corset de los calificativos estatal, gubernamental, público, que reformas posteriores le agregaron siete principios que hacen referencia expresa a la competencia que le corresponde a la Federación, los estados y el Distrito Federal.

El primer proyecto que presenté y que abrió la discusión para elevar a rango constitucional el derecho a la información contenía mucho más que el renglón que se inscribió en 1977. Establecía, en primer lugar, que la información tenía que ser objetiva, veraz, comprobable, oportuna, suficiente y plural. Pero, sobre todo, no concebía ésta como la posición vejatoria de que el ciudadano fuera simple y permanentemente receptor pasivo: oír y aceptar, oír y obedecer, sin posibilidad de pedir explicaciones ni menos, por supuesto, discrepar o replicar. El derecho a la información, como lo concibió el espíritu del legislador (en este caso totalmente integrado, solidario y plural), fue la gran decisión de reconocer a todo individuo la capacidad de acceder libremente al universo infinito del conocimiento, de los avances científicos y tecnológicos, de las expresiones artísticas y culturales, de las nuevas y antiguas concepciones del mundo y de la vida, de las doctrinas filosóficas, religiosas y de las expresiones emergentes, diversas y enriquecedoras, de los sentimientos y la sexualidad. Desde esta óptica, ¿no resulta verdaderamente liliputiense la interpretación del tribunal?

Y faltan dos cuestiones: toda información genera respuesta, la que nadie tiene derecho a intentar controlar, manipular o reprimir. La información satisface un requerimiento esencial del individuo, que no sólo le preserva la vida, sino lo convierte en sujeto responsable de su momento, de su realidad. El hombre, por su naturaleza precaria, no puede ser plenamente ajeno a los demás. Ningún organismo vivo logra supervivir sin una comunicación permanente con el medio en que está inscrito: de él recibe información que interpreta y asimila, se transforma con ella y responde. Y esa respuesta habrá de transformar, a su vez, al medio del cual forma parte. Por eso decimos que la información es, a la vez que elemento fundamental de la existencia, factor esencial de cambio y renovación.

Precisamente por todo lo expuesto, el pleno derecho a la información debe contemplar no sólo el de réplica, recurso totalmente defensivo y las más de las veces inscrito en ese amplísimo folio que la realidad tiene abierto bajo el rubro de palo dado ni Dios lo quita. Lo verdaderamente fundamental es la garantía de que toda persona pueda expresar sus ideas, opiniones, puntos de vista y sentimientos sin más limitantes que las señaladas por las leyes. Toda persona tiene tanto derecho a recibir como a trasmitir, a ser receptor y emisor. Y de hecho lo es. Con su presencia, su manera de ser, según Watzlawick, con su conducta. Filósofo cercano a nosotros Eduardo Nicol considera que el hombre, antes de ser social, es ser expresivo. Es, en todo momento, expresión. Échate esa mi tribunal. Y eso que la Constitución no me obliga a desahogar opiniones consultivas.

Afirma el tribunal que no se pueden imponer mecanismos que conviertan ese derecho en algo obligatorio para las personas, y se equivoca doblemente. Primero, los mecanismos ya existen y están especificados en la ley. Segundo, echar a andar esos mecanismos no es obligación para las personas si la autoridad competente no se las ordena específicamente. Luego entonces, el sujeto obligado al que debería conminar el tribunal a garantizar el derecho de los ciudadanos a la información es la autoridad competente (perdón, ¿cómo dije?), es decir, el secretario de Gobernación.

Estoy dando a conocer la carta que de manera pacífica y respetuosa me ha hecho llegar, en menos que breve término, el tribunal. No encontré razones para no dejar constancia pública de la atingencia con que el organismo atendió mi derecho constitucional de petición. Igual mención hago de la misiva enviada por el señor consejero Benito Nacif, quien aunque la dirigió a otro que no soy exactamente yo, la doy por buena y la agradezco. Los comentarios personales a ambas comunicaciones los reservo para la próxima semana. Por ahora prefiero pedir ayuda a algún desbalagado lector y si no lo encuentro a algún amigo cautivo para que me ayude en la comprensión de los siguientes puntos: 1. Encontrar una sola pista, una mínima relación, un insignificante referente entre mi sencillísima pregunta y la carta del doctor Nacif, que subiré hoy mismo a la red (buscar en Youtube ortiztejeda), para que pueda ser comentada. Insisto en mi reconocimiento por su atingencia, pero le pregunté la hora y me dio el reloj; le consulté una dirección y me dijo: 26 de julio. 2. La carta del tribunal no tiene desperdicio. Como mi pregunta es de carácter consultivo y ese rubro no está contemplado dentro de sus honorarios, con toda la pena del mundo pero están impedidos de resolver la duda de este simple ciudadano, aun cuando sus emolumentos rebasen los de afamados despachos de Manhattan. Con todo comedimiento les pregunto: ¿Replanteo la cuestión o les gestiono un bono por servicios extraordinarios? 3. ¿Quién de los ocho consejeros restantes se tomará la molestia de contestarme y en qué sentido? 4. ¿Alguien le avisará al señor Alejandro Poiré que el 17 de noviembre de 2011 lo designaron secretario de Gobernación? Razón suficiente que lo obliga a contestar al ciudadano Ortiz (a mayor abundamiento, oriundo de Saltillo) la simple pregunta que le formuló, al igual que a los nueve consejeros del IFE y a los siste magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación: ¿considera que la información relativa a las elecciones del primero de julio es de trascendencia para la nación?

Se murió mi maestro de violín (dos clases), de matemáticas (tres), del arte de escribir fueron muchas más, pero con resultados tan pobres que es una pena mencionarlas. De Arturo Azuela debo contar cosas, más allá de lo imaginable, que nadie conoce y yo no tengo derecho a callar.

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