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Últimas sesiones con Marilyn
R

EWIND. En la humedad agobiante del verano californiano, durante otro mes de agosto, ante otro magnetófono. Miner, con una voz que une la duda a la vehemencia, le explicó al periodista su visita al doctor Greenson en el verano de 1962. En su consulta de la planta baja de su mansión frente al Pacífico, había visto a un hombre atormentado y mal afeitado que se expresaba libremente, como si estuviera ante un interlocutor de confianza. El psicoanalista le rogó que tomara asiento y, sin más dilación, le hizo escuchar una casete de cuarenta minutos. Marilyn hablaba. Su voz en la cinta. Nada más. Ni rastro de alguien que la estuviera escuchando ni de diálogo. Ella y sólo ella. Su voz como al borde de las palabras, sin fragilidad, solamente con discreción; dejando que se las apañaran solas para ser oídas, o no. Esa voz del más allá que te penetraba con la presencia incalculable de las voces oídas en sueños.

No se trataba de una sesión de terapia, precisó Miner, ya que el psiquiatra no grababa a sus pacientes. Era Marilyn la que había comprado un magnetófono unas semanas antes para transmitirle a su analista una palabra libre captada por la máquina fuera de las sesiones.

Ese día, Miner había tomado notas textuales muy detalladas. Y había salido del despacho de Greenson convencido de que era altamente improbable que Marilyn se hubiera suicidado.

–Entre otras cosas –dijo–, era evidente que tenía proyectos de futuro, así como la esperanza de que las cosas se arreglaran a corto plazo.

–¿Y el doctor Greenson? –preguntó Bavkwright–. ¿Se inclinaba por la tesis del suicidio o por la del asesinato?

–Ése es un aspecto sobre el que no puedo pronunciarme. Todo lo que puedo decir es que, en el informe que tuve que hacerle a mi superior a continuación, yo afirmaba que el psiquiatra no creía que su paciente se hubiese matado. Lo que escribí fue, más o menos, pues hablo de memoria: Siguiendo sus indicaciones, he estado hablando con el doctor Greenson del fallecimiento de una antigua paciente suya, Marilyn Monroe. Tratamos esa cuestión durante varias horas y, como conclusión de lo que el doctor Greenson me confió y de lo que revelan las grabaciones que me hizo escuchar, creo poder afirmar que no se trató de un suicidio. Envié esa nota, pero no provocó la menor reacción. Diez días después, el 17 de agosto, el caso fue archivado. Y mi nota desapareció sin que a día de hoy haya sido encontrada.

REWIND. Tras un segundo vaso de agua helada, Miner retomó su relato:

–Me queda una pregunta a la que el doctor Greenson no respondió de manera precisa ese día: ¿por qué había hablado de suicidio al principio si estaba convencido de que no se trataba de eso? La respuesta es sencilla, pero me ha costado años dar con ella: porque había hablado de suicidio por teléfono, desde el apartamento de la muerta, y sabía que todas las habitaciones estaban plagadas de micrófonos.

–Seguro que Greenson no fue ni un asesino ni un cómplice –siguió Backwright–, pero ¿es posible que contribuyera a disfrazar un crimen de suicidio por motivos que ignoramos?

Miner no dijo nada.

–Si Marilyn no se suicidó, ¿quién la mató? –insistió el periodista.

–No se ésa la pregunta que yo me hago. No me pregunto quién. Lo que me pregunto es: ¿qué mató a Marilyn? ¿El cine, la enfermedad mental, el psicoanálisis, el dinero, la política?

Miner se despidió del periodista. Mientras lo hacía, dejó sobre su escritorio dos sobres acolchados, ya amarillentos.

–No puedo dejarle pruebas de nada. Sus palabras, yo las escuché. Su voz, ¿cómo se lo diría?, la he perdido. Toda huella es un borrador o una mentira que cubre otra huella. Pero hay algo que sí puedo dejarle, aunque tampoco pruebe nada. Unas imágenes.

Backwright esperó a estar solo ante su ordenador para abrir los sobres. Esa misma noche debía escribir un artículo en el que precisara las condiciones en que le había llegado el texto de las cintas publicado en la edición del día siguiente. El primer sobre contenía una única foto, tomada en un depósito de cadáveres. Sobre una mesa, blanco sobre blanco, una mujer desnuda, marcada, rubia. El rostro es irreconocible. El segundo albergaba seis imágenes tomadas unos días antes en el Cal-Neva Lodge, un hotel de lujo en la frontera entre California y Nevada. Marilyn, a cuatro patas, poseída por un hombre que ríe contemplando la cámara y tira de la masa de cabello que oculta el lado izquierdo del rostro.

REWIND. Miner, encorvado, descendía por las escaleras de Los Angeles Times y, al no encontrar la salida, se perdió durante unos instantes en un sótano que olía a tinta vieja. Hoy día, cuarenta y tres años después de la muerte de Marilyn, veintitrés años después de que el fiscal del distrito del condado de Los Angeles –pese a un nuevo examen de hechos y archivos– hubiera confirmado la versión del informe de la investigación de la época, Miner se resistía a dejar el recuerdo de la actriz en manos de los fans del mundo entero que se reunían a diario ante la placa y la cripta del Westwood Village Memorial Park. Nunca había creído que Marilyn se hubiera eliminado a sí misma, pero tampoco había dicho nunca lo contrario. Tras tanta amargura y tanta frustración, ahora que los años habían pasado, no quería morir sin reparar algo. Ese algo era la imagen que las cintas le habían revelado. La imagen de una mujer llena de vida, de humor y de deseos, de alguien que podía ser cualquier cosa menos una depresiva o una suicida. Miner sabía por experiencia, eso sí, que a menudo personas que parecían llenas de energía y de esperanza eran capaces, en un momento dado, de quitarse de en medio con decisión y eficacia. Se puede pretender dejar de vivir sin desear la muerte. A veces, querer morir sólo es intentar acabar con el dolor de vivir, más que con la vida en sí misma. Pero no quería creer en esta contradicción en el caso de Marilyn. Algo en esas cintas le decía que ella sólo había podido ser asesinada.

Aunque no era eso lo que más le afectaba. Las diversas hipótesis del crimen le habían convencido de que nunca se sabría con exactitud quiénes eran los autores y a qué móviles obedecieron a la hora de llevar a cabo lo que Miner consideraba desde hacía mucho tiempo una ejecución. Lo que le llevaba a hablar, y a dejar hablar a las grabaciones, era el papel de Greenson la noche del crimen. Asaeteado por preguntas que no osaba formularse, Miner seguía hechizado por el silencio del psicoanalista, por su rostro aterrorizado y su mirada desviada hacia la cristalera y la piscina de su casa de Santa Monica aquella tarde de un púrpura fluorescente, cuando le hizo esta pregunta:

–Me disculpará, pero... ¿qué era ella para usted? ¿Una simple paciente? Y usted ¿qué era para ella?

–Se había convertido en mi hija, en mi pena, en mi hermana, en mi locura –había respondido Greenson en un susurro, como si se tratara de una cita que le acababa de venir a la cabeza.

REWIND. Miner no había ido a ver a Forger Backwright para entregarle la clave de un complot y darle la respuesta a esa pregunta que atormenta al agente del FBI Dale Cooper en la serie de David Lynchh Twin Peaks: ¿Quién mató a Marilyn Monroe?. Había ido para acallar otra pregunta: ¿Qué había ocurrido durante esos treinta meses en los que Green y Marilyn habían quedado atrapados en la locura pasional de un psicoanálisis que se les había ido de las manos?

Fragmento del libro Últimas sesiones con Marilyn, de Michel Schneider, que se publica con autorización del sello editorial Alfaguara