stos días se ha suscitado una polémica acerca de que si se debe o no ponerle el nombre de Carlos Fuentes al Museo de la Ciudad de México (MCM), idea que propone el jefe de Gobierno Marcelo Ebrard. Afortunadamente parece tener la mayoría de las opiniones en contra. Vamos a permitirnos publicar una parte de la crónica que escribimos con motivo de su reinauguración, en 2004:
“En julio de 1960 nació el MCM dentro del antiguo palacio de los Condes de Calimaya, con una exposición que buscaba mostrar al visitante el origen, la formación y transformación de la capital, desde la época prehispánica hasta nuestros días. Con el paso de los años fue envejeciendo y paulatinamente se fue desmantelando, dejando al soberbio palacio dedicado a salón de actos y exposiciones temporales de cualquier tema.
Ahora el Gobierno del DF, por medio de la Secretaría de Cultura, que dirige el historiador Enrique Semo, le ha dado una buena restaurada al recinto y se ha iniciado la exposición permanente con el título Todo cabe en una cuenca, acertada referencia al sitio geográfico que ocupa nuestra ciudad y que le imprime características tan particulares.
La curaduría estuvo a cargo de Eduardo Matos Moctezuma y de Marcos Límenes, ambos expertos en sus temas y próximamente ocupará más salas del vasto edificio. La nueva propuesta busca mostrar, entre muchas otras cosas, la historia, la geografía, la vida cotidiana y el reflejo de sí misma de la magna urbe.
En la sala de proyecciones nos espera un viaje por la ciudad a través de videos que nos permiten apreciar la grandeza de la metrópoli, su complejidad, su ritmo, sus contrastes y paradojas... Al inicio de la exposición se nos plantea el dilema de con qué gentilicio nos identificamos: ¿somos chilangos? ¿Defeños? ¿Capitalinos? ¿O...? Una vez definidos... o con la duda, entramos a la sala que preside una escultura de Tláloc, que nos recuerda nuestro origen lacustre. De ahí vamos paseando por la ciudad prehispánica, la virreinal, la de los palacios, la afrancesada, la nacionalista, la moderna, la subterránea, la de concreto y la que ha padecido los embates de la naturaleza, como nos lo recuerda la cabeza de león en piedra, que marcaba la altura a la que llegaron las aguas, tras una de las peores inundaciones que sufrió la capital, o las estrujantes fotografías del sismo de 1985...”
A continuación venía la descripción de la sala Ciudad que no duerme, donde cobraba vida el ser cotidiano, que trabaja, goza y padece las 24 horas... La sala titulada 46 veces... mostraba el crecimiento desorbitado que ha padecido la ciudad, a partir de los años cincuenta del siglo XX. El abastecimiento de agua potable y su desalojo así como el de la que cae del cielo, ocupaba un lugar sobresaliente, ya que la historia de la red hidráulica capitalina representa uno de los episodios más complejos de la ingeniería de nuestro país. Hablaba de las inundaciones que ha padecido la ciudad a lo largo de su historia...
La calle como lugar de encuentro también tenía su espacio. Hacían ver que es ahí donde se calibra la temperatura social de la ciudad, donde se apoyan o rechazan las acciones de gobierno, donde se pasean la riqueza y la pobreza, la violencia y la solidaridad. La ciudad en donde todas las calles conducen al Zócalo, el corazón, el espejo, el ombligo del ombligo de la luna.
Todo ello y mucho más se mostraba con la excelente museografía y ambientación con maquetas, esculturas, fotografías, pinturas, planos y música, que nos introducía a los distintos ambientes. Este esfuerzo costoso en dinero y trabajo fue desmantelado por el gobierno actual, para convertir el recinto en una sala de exposiciones temporales de arte contemporáneo, sin duda valiosas por el talento de su directora Cristina Faesler. El sitio para esa actividad indudablemente debe ser otro y este majestuoso palacio debe recobrar su función como Museo de la Ciudad de México. Este es un buen momento para demandarlo.