e las ruinas sale el viento. Allí no se puede desembarcar. Al incauto lo esperan una serpiente de siete cabezas y anacondas. Se apagan las luces del foco. No es lugar dónde ir. Eso dicen los jóvenes lancheros de Emiliano Zapata. Las olas, hijas del viento, arrecian al atardecer. Nacen de un paraje donde hay ruinas, dicen, donde nadie desembarca pues allí sólo los dioses soplan.
Hay una cueva y dentro de ella una casa antigua. Pero no se puede entrar. Los dioses no lo permiten. ¿Qué dioses? Los antiguos, no saben ni el nombre los muchachos, dos casi niños. No dejan duda de que hablan en serio.
Una laguna rodeada de montañas, protegida del exterior. En su ribera se asientan las comunidades Emiliano Zapata, Benito Juárez, Nueva Galilea, Tierra y Libertad. Amurallada por los grandes macizos que la rodean, cuando no muros acantilados, su gran extensión de agua azul marino, azul turquesa, azul platino, azul cielo.
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El espejo de Miramar en todas las cosas. El día y la noche y sus luces, combinaciones de nubes, rayos de luna, de sol o de la misma tierra, o las aguas escarlata y sus venas de tronco y ramas sumergidas en la raíz del agua que baja de la montaña.
El bordado de reflejos en un brazo del agua al que un martín pescador dirige en una sola flecha su pico amarillo, sus plumas cobalto y su grito.
Lo que parecía una rama o parte del agua vuela de repente, se desprende del paisaje convertida en grulla.
Una cascada cae de la ladera. Una llave uncida a un corto tubo que sale de la selva, quizás el único grifo en el mundo que lo abres y sale agua virgen de montaña, intocada por el hombre (aunque no por otras posibles bestias grandes como jaguares, venados, tapires, culebras, y en otras riberas cocodrilos). En este paraje descansa el que camina, bebe el que navegaba, avanza a machetazo limpio el que se interna en una espesura de lianas e invencible follaje.
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Una conflagración de dos o tres, difícil saber, árboles caídos. Y ya en el suelo, con las raíces al aire, muertos de su propia muerte. El tronco mayor resulta que es un matapalo, una planta selvática que se enreda en los árboles y los ahoga. Este vivió tantos años alrededor de la laguna y devoró tantas creaturas que devino un árbol en sí, como sus víctimas. Lo derribó su propio anómalo tamaño. Los campesinos ya trozaron troncos y ramas con hacha y sierra eléctrica, en decenas de cilindros meticulosamente muertos, meticulosamente rotos. Un recordatorio de que así talaron a gran escala las cañadas los monteros y los ganaderos para sus vacas, ante de ser poblada, recuperada, por los pueblos mayas.
Y en el centro de la conflagración de la madera, una giganta, la matapalo madre de piernas y brazos abiertos como amazona desnuda y en su entrepierna un muñón de resina añosa dibuja perfectamente su vulva, y una liana o vara rebelde atraviesa longitudinalmente la rajada, meridiana entre los robustos labios.
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Una raíz ribereña de muchos pies sobre la tierra y otros más taladrando el agua quieta, se resuelve en ceiba angosta y fuerte, vestida de musgo sus primeros metros y luego en lo alto una locura de bromelias, musgos y hongos duros como copas para verter en ellas el cielo circunvecino.
El tintín cristalino de otra cascada, que apenas conoció el aire sobreterráneo y ya se derrama entre rocas asombrada de la selva verde y alta que la rodea, en la cual cae, a la cual en este preciso lugar y momento, el agua subterránea se incorpora.
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Noche de luna redonda como una moneda, plata furtiva entre nubes ciclópeas que como todo, se duplican en la casi quieta superficie del lago. La distancia en Miramar es un Roscrach cambiante, que de día da montañas, cantiles, arboledas, islotes, abruptos peñascos de delirante selva. Y en noches de luna, también.
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La Cueva de las Tortugas, donde como su nombre indica viven, muy a su gusto en la oscuridad, unas tortugas grandes, alargadas y patonas. Una comunidad anfibia que también vive en el agua de Miramar.
El saraguato grita pidiendo lluvia en una ladera y al rato, solícita y rápida, una nube flota encima tirando un aguacero fugaz y suficiente para calmar al mono en sus elevadas ramas y en sus ansias.
Cuando se inquieta la superficie del espejo, ondula y quiebra el reflejo de las nubes en un millón de flecos negros hasta el centro mismo de la laguna, legiones de ondas negras de cresta pálida sobre la superficie añil, y más allá, plata.
Desatan su griterío las aves que César, el guía, llama cuervos pero más bien debe tratarse de correcaminos, codornices o alguna especie menor de pavón o faisán. Las famosas aves escurridizas.
Todo se refleja en la increíblemente amplia superficie en las horas calmas, que son muchas: las barcas, las garzas, las manchas de nube, las greñas del sol y las montañas. Siempre las montañas.