asta los reality shows se han hecho viejos. El exhibicionismo personal mediante la divulgación masiva de intimidades generalmente nimias y balbucientes ya es patrimonio de cuando menos media humanidad. El fenómeno resulta práctico y hasta fascinante, pero la masificación de los escaparates públicos se ha poblado de reiteraciones, obviedades y un paradójico vacío. Ya ni siquiera necesitamos de la televisión para acceder a las pantallas mágicas y dar la vuelta al mundo en 80 segundos, y todos se pueden enterar en tiempo real (extraño concepto) que trepamos la Gran Muralla china o nos estamos bañando en un jacuzzi o bebiendo con amigos. O que nos apalea la policía. Por primera vez en la historia, la humanidad está dedicada a autorretratarse.
Hubo un tiempo en que hacerlo era maniático, o heroico y original. No hace mucho, y menos en las cuentas largas de la historia que le gustaban a Fernand Braudel. Digamos que Proust. Sin olvidar que el edificio de En busca del tiempo perdido fue contemporáneo de la biblioteca Sigmund Freud. Por caminos sumamente distintos, el novelista francés y el sicoanalista vienés derribaron para siempre los muros que ocultaban lo personal y el yo pudo ser impúdica materia prima de la expresión, el arte y el comportamiento sin que remordiera. Dieron prestigio a las razones del inconsciente y pretexto a los surrealistas.
Ciertamente la autobiografía es un género antiguo, y el autorretrato pictórico una aportación del Renacimiento europeo. Memorias, anales y confesiones, de San Agustín a Chateaubriand, han jalado su propia cuerda, pero Marcel Proust inventó algo más que un procedimiento literario, y mucho más que un tardío exorcismo judeocristiano. La magia de sus incesantes páginas elaborando un todo de cualquier nadería no sólo nos sumerge casi obscenamente en el detalle, sino también en el hombre, o la mujer, en plena revelación estética o anecdótica. Abolió los límites entre el recuerdo de lo real y la ficción creativa, y lo plasmó en portentosos gobelinos de palabras que dan una fiesta atmosférica a los sentidos, lo mismo si chismes de salón, días de campo de un asmático con muchachas en flor arrojando pólenes letales o diálogos filosóficos como de La montaña mágica.
Ya sabemos que buena parte de la narrativa del siglo XX transitó por ahí. Hubo paradigmas extremos, como Henry Miller, quien tanto se acostumbró y nos acostumbró desde los Trópicos a que lo más interesante que se le ocurría era hablar de sí mismo (Orwell llamó a eso vivir en el vientre de la ballena
), que cuando por excepción contaba una simple fábula se sentía obligado a dar explicaciones. En su noveleta La sonrisa al pie de la escalera, linda historia de un payaso –que antecede a las Confesiones de un payaso, de Heinrich Böll–, Miller nos receta un epílogo fastidioso para justificar su ficción y asegurarnos que también esos personajes son él, aunque no lo parezcan. Explicación no pedida que prueba a qué grado Miller era un escritor literariamente ingenuo.
La desinhibición posproustiana (y posfreudiana) dio pie a Jack Kerouac y el nuevo periodismo de Tom Wolfe y Hunter Thompson. En el camino (now a major motion picture de próximo estreno) buscaría el tiempo perdido con una impaciencia que Proust nunca tuvo, por fortuna.
La instauración masiva del cotilleo malicioso y las intimidades como código colectivo, una aportación civilizatoria de la industria cinematográfica, se prolongó a la televisión, la música popular, y ya gacho a los tabloides –que hoy obedecen al pomposo nombre de portales– y la rentabilidad de ese concepto moderno de famosos
, que lo mismo da quiénes sean o qué hagan (si acaso hacen algo, lo cual no parece obligatorio), sus exabruptos, veleidades y lo peor, sus inútiles opiniones, nos rellenan la imaginación y el disco duro del pensamiento.
Con las nuevas herramientas que tenemos en este siglo inalámbrico y cibernético, la vida cotidiana, presuntamente verdadera, se encuentra al alcance de quien quiera o se tropiece con ella. Lo notable, admirable, es que tantos millones de personas dediquen atención y energías a exhibirse, detallar sus actividades, sentimientos, ocurrencias. Lo hacen las masas, las almas solitarias, las niñas muñeca, los chantajistas sexuales, los sonrientes candidatos que algún día serán nuestros tiranos. ¿De cuándo acá las vaciedades del yo son lo que importa? Por lo mismo, nunca fue tan fácil espiar a los otros, hasta constituir una boyante industria de voyeurismo-exhibicionismo.
Ante Facebook, cabe imaginar a Proust corriendo en busca imposible de las faldas maternas para esconderse del barullo y protegerse del balconeo, lamentando haber matado (eso creía) a su mamá.