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Prehistoria de Carlos Fuentes
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Carlos Fuentes (1928-2012)Foto Archivo La Jornada
A

lo largo de muchos años, tantos como los que me separan de mi juventud universitaria, he mantenido una relación de amistad con Carlos Fuentes. Tengo memoria de reuniones en nuestras casas o en las casas de amigos comunes y también memoria de actos académicos y mundanos en que ha sido figura principal. Pero todos estos encuentros me remiten, de modo natural, a los primeros que tuvimos en la vieja Facultad de Derecho.

Ahí se había inscrito, en 1951, con la anticipada intención de especializarse en derecho internacional. Llegaba envuelto en los prestigios de la Universidad de Ginebra y en las cautelas del explorador que ingresa en territorio bárbaro.

A pesar de su juventud y de sus persistentes ausencias del país, ya lo precedía o acompañaba cierta fama de escritor. La debía a la dispersa práctica del periodismo cultural y, en circuito cerrado, a Enrique Moreno Tagle, su maestro de literatura en el Colegio Francés Morelos, quien no se cansaba de propalar el talento del joven que ganaba todos los premios en los concursos de la escuela.

En la primavera de 1952, Mario de la Cueva, entonces director de la Facultad de Derecho, convocó a una reunión en su despacho para dar forma a una nueva revista estudiantil. La revista se llamaría Medio Siglo y daría nombre a nuestra generación.

Entre los muros del viejo edificio de San Ildefonso y en la ola de entusiasmo que acompaña toda publicación juvenil, comenzó a formarse una red de relaciones amistosas que duraría toda la vida. Por ahí andaban, además de Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, Víctor Flores Olea, Arturo González Cosío, Marco Antonio Montes de Oca, Porfirio Muñoz Ledo, Sergio Pitol, Rafael Ruíz Harrell y Genaro Vázquez Colmenares.

Esta amistad y aun cierto espíritu de pandilla se sostenían en un vasto campo de afinidades. Teníamos los mismos maestros, leíamos los mismos libros y en materia política nos inspiraban las mismas líneas de pensamiento: el nacionalismo de izquierda, la crítica de las revoluciones traicionadas, los planteamientos del francoexistencialismo y del marxismo occidental.

Carlos interpretaba, cuando lo conocí, varios papeles. Actuaba, simultánea o sucesivamente, como estudiante, funcionario de la cancillería, crítico de cine, sacerdote en ritos humorísticos y, siempre, lector y escritor implacable. Era reservado y tímido. Manejaba sus relaciones personales con extremo cuidado, como gato en casa ajena, pero después de la inspección de campo, se dejaba llevar por su inclinación al diálogo y al humor compartido.

En verdad, no le faltaban condiciones para convertirse en un diplomático-escritor en el estilo de José Gorostiza o de Jaime Torres Bodet. Tenía todos los arquetipos a la mano, empezando por su padre, el distinguido embajador Rafael Fuentes, por su padrino Alfonso Reyes y por Octavio Paz, una especie de hermano mayor con quien colaboraba en la Secretaría de Relaciones Exteriores.

En esta advocación era, en suma, un joven de buena familia, de buena apariencia y de buen porvenir. Y para que nada faltara en este cuadro de idílicas predestinaciones burguesas era novio de una hermosa joven de la sociedad limeña.

Al lado de esta vida más o menos convencional, Carlos participaba en las aventuras de una comunidad frívola que andaba en busca de experiencias ontológicas en cantinas y cabarets de buena y de mala muerte. Era el tiempo del ser del mexicano y del laberinto de la soledad y, también, el tiempo del mambo, del Waikikí, del Leda y de Las Veladoras. Producto sincrético de esta etapa es el vasfumismo, parodia mundana del existencialismo francés y que hoy sólo recuerdan sus oficiantes o raros eruditos, como una inteligente embajadora argelina, doctorada con una tesis sobre Carlos Fuentes, que me sorprendió en una cena hablándome con naturalidad del pasado vasfumista del escritor.

En estas andanzas y en las que corresponden al retrato de un artista adolescente, Carlos perdió la timidez de su primer personaje y el atuendo de joven diplomático con corbata de regimiento para convertirse, no sé exactamente cuándo, en un conferencista de elocuencia excepcional. Del origen de sus estudios y de sus trabajos literarios sólo cabe decir que siempre supo combinar una furiosa disciplina de trabajo, que él mismo califica de calvinista, con sus compromisos sociales y algunos excesos nocturnos. Cuando tuvo que escoger entre una y otros eligió el camino del trabajo.

Parte de las actividades de nuestro grupo consistía en reunirnos periódicamente en el Restaurant Bellinghausen de Hamburgo con nuestros queridos maestros Mario de la Cueva y José Campillo Sainz. Ahí discutíamos interminablemente de filosofía, política y literatura hasta que el restaurant cerraba. Luego los jóvenes nos embarcábamos en gloriosas parrandas que, a veces, culminaban en nuestras casas familiares. En alguna ocasión asaltamos la numerosa cava de la familia Fuentes y en otra despertamos a todo el vecindario de la familia Flores Olea.

En 1954 se celebró el IV centenario de la Facultad de Derecho y se convocó al primer Concurso del Pensamiento de la Juventud. Carlos ganó un primer lugar con un ensayo de aliento spengleriano que inauguraba con una cita de T.S. Eliot. La publicación de este texto señala el fin de sus más visibles actividades universitarias pues, en adelante, habría de acelerar su lenta aproximación a una vida centrada en la creación literaria.

Se propuso, en primer término, conocer el país y la ciudad que había dejado tantas veces y a la que ahora volvía con la doble mirada del hijo pródigo y del cosmopolita versado en comparaciones. Leía sin tregua y visitaba los barrios más miserables y desolados de la ciudad. Barrios que eran ignorados por la propaganda oficial, por la prensa y por el ingenuo nacionalismo de una época que veía en los denunciantes de nuestra miseria, a los agentes de una conspiración universal contra el México revolucionario. Carlos se ponía una camisa deportiva, los tenis, la gorra, y se iba a caminar por los rumbos olvidados de la ciudad.

Carlos asumía, tramo a tramo, su condición de escritor profesional y empezó a descartar hábitos y compromisos que perturbaran su oficio, empezó a cambiar de piel. Se alejó de los cursos universitarios que no le interesaban, de la diplomacia y aun de los excesos mundanos que perturbaban sus tareas. Ahora dedicaba más tiempo a sus proyectos de fondo y a sus textos críticos en publicaciones periódicas, como México en la Cultura dirigida por su amigo, nuestro amigo, Fernando Benítez. También entonces comenzó a colaborar con el cineasta Manuel Barbachano haciendo o corrigiendo guiones, al lado de Gabriel García Márquez y de Juan Rulfo.

En 1954 publicó Los días enmascarados, un espléndido conjunto de relatos que apareció en una colección de estirpe artesanal dirigida por Juan José Arreola, y, en 1955, fundó, con Emmanuel Carballo, la Revista Mexicana de Literatura. Abandonó otras preferencias y ambiciones y, por así decirlo, se puso su uniforme de escritor, cerró sus maletas y se sumó a los artistas que, a falta de barrio latino, eligieron San Ángel como lugar de residencia.

Los años de 1951 a 1955 fueron decisivos en la vida y destino de Carlos Fuentes. Durante este periodo, que corresponde al tiempo de sus estudios universitarios, integró los elementos básicos de su visión del mundo y eligió un destino personal no impuesto por circunstancias externas sino por una voluntad de independencia que se muestra, asimismo, en la deslumbrante desmesura de La región más transparente, la primera de sus novelas y el espacio donde se encuentran las claves de su dilatada producción literaria.

Se puede decir que este tiempo de mutaciones concluye alrededor de 1955, cuando Carlos Fuentes ya se había definido como escritor profesional, o bien, hablando generacionalmente, en 1956, cuando todos o casi todos nos fuimos a estudiar a Europa.

Texto publicado por Javier Wimer (1933-2009), en la Revista de la Universidad de México, agosto 2007