annes, 17 de mayo. Al menos a la mitad de su programa, la competencia mantuvo hoy el estándar de calidad establecido por Moonrise Kingdom, de Wes Anderson. Con el poco atractivo título De rouille et d’os (Óxido y hueso), el dotado director francés Jacques Audiard hizo un leve cambio genérico. Sus duras historias sobre crimen se han transformado en un no menos duro melodrama sobre el encuentro entre dos personajes dañados.
Ali (Matthias Schonaerts) es un bruto, padre poco responsable de un niño, que malvive de su única capacidad de repartir madrazos, ya sea trabajando de sacaborrachos en una disco o combatiendo en peleas ilegales; Stephanie (la prodigiosa Marion Cotillard) es una mujer que trabaja como entrenadora de orcas en un acuario de Antibes, donde pierde las piernas a causa de un accidente. Sin sentir lástima, el hombre cuida de ella en la medida que se lo permiten sus modos bruscos. También atiende sus necesidades sexuales con la misma falta de compromiso.
Con rigor en la escritura del guión y ejemplar economía narrativa, Audiard describe esas vidas accidentadas en el filo de la tragedia, a la que hace parecer tan natural como inevitable. El cineasta conoce su oficio y consigue resolver situaciones y emociones con un mínimo de recursos. Por ejemplo, una escena en la que, tras un cristal, Stephanie se reconcilia con una orca es uno de los momentos más emotivos de la película. Y el que resume la esencia de la misma: el cuerpo puede quedar roto, más no el espíritu.
En cambio, la otra competidora del día, la egipcia Baad el mawkeaa (Después de la batalla), es un típico relleno de inicio de festival, programado un poco para cumplir con el cine tercermundista y otro tanto para aprovechar un tema de actualidad. Dirigida de manera tentativa por Yusry Nasrallah, la película trata de plantear el estado de las cosas en su país después del golpe que derrocó al gobierno de Hosni Mubarak, y se centra en la complicada relación que se da entre una activista (Mena Shalaby) y un hombre muy elemental (Baseem Samra), quien cae en desgracia por ser uno de los jinetes golpeadores que participaron en un fallido intento de dispersar a los manifestantes de la plaza Tahrir.
Nasrallah pinta un panorama pesimista donde la mayoría de los problemas sigue igual, con el adicional agravante de que los turistas –fuente de trabajo, obviamente– ya no visitan Egipto. Para eso, dispersa su narrativa en una interminable serie de discusiones en las cuales diversos personajes vociferan a gritos sus distintos puntos de vista. Aunque no sabemos si los egipcios se comportan así de manera cotidiana, más bien da la impresión de que el reparto tiende a sobreactuar. Baad el mawkeaa recuerda ese tipo de cine latinoamericano discursivo de los años 70, que pretendía enfocar conflictos ideológicos de manera directa a través del puro rollo, sin una pericia cinematográfica que lo avalara.
Si las cineastas feministas se han sentido discriminadas por la competencia de esta edición del festival de Cannes, igual podría protestar la mayoría de las cinematografías asiáticas. Sólo dos películas de Corea del Sur representan ese vasto territorio; ausentes, pues, están países de presencia antes infalible como China o Japón. Que yo sepa eso no ha dado motivo a un incidente diplomático.
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