Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El último diálogo de Fuentes
T

oda novela verdadera es un ejercicio de imaginación. De imaginación y de memoria. Resulta curioso: el novelista nos propone imaginar otros mundos y a la vez no olvidarlos. Quizá por ello las grandes novelas, como los grandes poemas, al dispararnos la imaginación conjuran al olvido.

Carlos Fuentes estaba seguro que no podíamos imaginar un mundo sin Don Quijote de La Mancha o sin Hamlet. Tenía razón: si esas ficciones llenas de humanidad están atadas a nuestros días es porque fueron imaginadas.

Mejor aún: para Fuentes el mundo moderno empieza cuando Don Quijote de la Mancha sale de su aldea al mundo y descubre que el mundo no se parece a su lectura.

Los lectores de mi generación no podemos imaginar un México sin La región más transparente, sin Las buenas conciencias o sin La muerte de Artemio Cruz. Libros que vistos a la distancia son un mural del México moderno o el primer levantamiento de una película donde la superposición de planos, voces, tiempos, imágenes crean atmósferas, personajes que lo mismo se llaman Artemio Cruz –encarnación actualísima de la corrupción– o cuyo nombre simplemente es ciudad. En La región más transparente el protagonista principal no es Ixca Cienfuegos sino alguien o algo más ambiguo que él: la ciudad, la ciudad moderna que se inventa en su caos; la ciudad que con sus voces crea verdaderos laberintos, puntos de encuentro y desencuentro, sonoridad que enloquece a quien la escucha por todas partes y que se disipa en un instante.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos Carlos Fuentes fue un escritor de tiempo completo. Un escritor profesional en el sentido moderno. No porque otros como Juan Rulfo no lo fueran sino por su clara decisión de vivir sólo de la literatura.

Gracias a esa decisión Fuentes desde muy joven pudo vivir de sus libros.

Pero más allá de su trabajo literario Carlos Fuentes también será recordado por su activa participación en la plaza pública para hacer política: si condenó a Gustavo Díaz Ordaz por la masacre del 2 de octubre de 1968, perdonó o justificó a su secretario de Gobernación, Luis Echeverría, cuando nos puso la falsa disyuntiva de Echeverría o el fascismo.

Si fue un intelectual enciclopédico a la manera de Victor Hugo que habló prácticamente de todo, fue a un tiempo centro de simpatías y diferencias, de cercanías y rechazos pero unas y otras nos hablan de un escritor interesado en la plaza pública con todos sus riesgos.

Pero más allá de su quehacer público nos dejó espléndidas novelas como Aura o La muerte de Artemio Cruz para disparar nuestra imaginación, para hacer de la palabra un hecho duradero. No es improbable que algunas de esas novelas lo sobrevivan por largo tiempo y estoy seguro que sus ensayos reunidos en Cervantes o la crítica de la lectura o El espejo enterrado seguirán animando la mesa de la cultura.

Su amigo Mario Vargas Llosa se preguntaba cómo le hacía para estar en todo a la vez y no ser tragados por la vorágine de la actualidad. Con disciplina y pasión por la literatura.

Su última conversación será la que imaginó que tuvo con Federico Nietzsche y que aparecerá en forma de novela y su última fantasía, escribir una novela sobre el famoso centenario porfiriano que imaginó transcurriría en 10 años y que no pudo iniciar.

Carlos Fuentes sabía que, terminado, el libro empieza.