E
n el principio fue la caída de Troya, el prototipo de la derrota en la cultura de Occidente
, escribe Wolfgang Schivelbusch en su libro más célebre y acaso más paradigmático (en la versión en inglés, The culture of defeat, Pecador, NY, 2003), y que explora un tema que había escapado a la historia militar: la cultura de la derrota. Schivelbusch se pregunta, entre otras cosas, por dos casos en los que el trauma y el duelo producidos por la debacle militar desembocaron en una asombrosa recuperación de fuerzas y sinergias que llevaron a Francia (en el período que siguió a 1872) y a Alemania (después de la Primera Guerra Mundial) a rehacer sus sociedades hasta llegar de nuevo a la conflagración que los había fracturado. Su respuesta es compleja, y parte no tanto de la historia social, institucional y política (la cual no desprecia), sino de la interrogante por los órdenes que constituyen a una voluntad nacional
: las fuerzas simbólicas del imaginario, los planos culturales y los subterfugios de las mentalidades. En suma: el mundo de la subjetividad.
Aunque los paralajes con la situación de México en la segunda mitad del siglo XIX son prácticamente inexistentes, cabría preguntarse, en una forma parecida, por los enigmas que llevan a la trama política del país de 1848 a 1866. La historia que sigue a la derrota frente a Estados Unidos es bien conocida. O’Gorman la definió como trauma nacional
: ni liberales ni conservadores logran erigir un gobierno estable; las finanzas públicas se desploman; las fracturas entre el centro y los estados parecen irreversibles, y la oposición eclesiástica a la Constitución de 1857 acaba por desembocar en una guerra civil de tres años. En 1861, el país se encontraba en una situación tan precaria que varias potencias europeas (Francia e Inglaterra entre ellas) llegaron a la conclusión de que una intervención militar no sólo era posible sino viable. Napoleón III se encargaría de probar fortuna hasta el final ¿Cómo explicar entonces que en tan sólo cuatro años, bajo la exigua condición de un gobierno que fue casi siempre itinerante, Juárez y los liberales lograron derrotar a uno de los ejércitos más poderosos (y exitosos) de la época en una guerra de resistencia fincada en guerrillas, coaliciones populares y comunidades locales armadas?
Las interpretaciones más recientes desdibujan cuatro ámbitos a los que acaso habría que prestar atención.
En primer lugar, el incalculable cálculo de las consecuencias de la moratoria de pagos decretada por Juárez. Vista desde la perspectiva económica y política del momento, la moratoria no era, como se acostumbra afirmar hoy, una invitación a la intervención
, aunque abría sin duda una perspectiva de confrontaciones abiertas y radicales. En cambio, otorgaba a Juárez un estatuto sin precedentes como responsable de una deuda (efectivamente) nacional
. Moratoria significaba, al igual que en la actualidad, disponibilidad de pagar bajo negociaciones. Lo incalculable fue la radicalidad que adquirió la Guerra de Secesión en Estados Unidos. La diplomacia de Napoleón III apostó a la opción de que se podía entrar a México mientras que Washington se enfrascaba en un conflicto que absorbería toda su atención. Una confrontación entre liberales mexicanos vis a vis el Imperio, con un país aislado, no resultaba en absoluto descabellada.
En segundo lugar, los órdenes de la relación entre el Estado y la nación. Una buena parte de la historiografía mexicana ha visto, desde el siglo XIX, a la emergencia de la nación como una creación del Estado. Esa ecuación no parece funcionar del todo en los años que van de 1859 a 1866. Todavía no hemos logrado responder a la pregunta de ¿qué significaba ser mexicano en 1861? Sin embargo, no hay duda de que la respuesta sólo puede partir de la premisa de que una nación se finca, como algún día lo definió Renan, en un plebiscito cotidiano de pertenencia, y no un cúmulo de lazos y órdenes simbólicos datables sólo en su forma institucional. En principio, se puede afirmar que el Estado se colapsó y la nación se fortaleció. Lo cual habla de un plano de inmanencia nacional (o un subimaginario) más poderoso que cualquiera de sus estructuras formales.
En tercer lugar, el error liberal
de Napoleón III. Es bastante evidente que la política de París hacia México estaba fundada en el principio de mantener la separación entre el Estado y la Iglesia. Esa fue una de las razones por las que encontró en el liberal Maximiliano un aliado inmejorable. Con ello, la estrategia de la intervención desechaba toda alianza perdurable con los conservadores mexicanos. Pero su apuesta era mucho menos inviable de lo que se podría pensar. Dotar a los pueblos de tierras y reconocer la identidad política y autónoma de las comunidades indígenas suponía que la identidad étnica y local era más poderosa que cualquier forma de subordinación civil. El mestizaje ha sido, desde el siglo XIX, un discurso confeccionado desde el Estado y por las elites criollas de la cultura. Lo que asombra en la guerra contra las tropas francesas es que esos pueblos, que constituían la mayor parte del país, optaron por definirse como mexicanos antes que ser fieles a la identidad que les había permitido sobrevivir.
Por último, el problema del soberano. En una guerra de guerrillas contra una intervención, el gran problema es cómo se produce la lealtad a un orden nacional que prácticamente se ha derrumbado. La itinerancia de Juárez hizo posible que no cayera en la misma trampa
en la que se secuestró el gobierno que en 1847 se rindió frente a Estados Unidos. Con ello, el ejército napoleónico nunca logró obtener una rendición, por más que ganara la mayoría de los enfrentamientos militares. En rigor, los liberales perdieron casi todas las batallas y acabaron ganando la guerra.