A los monos, no
atar a un animal con un arma de fuego no es una experiencia propiamente placentera. Cuando se tiene la certeza de que el bicho ha sido alcanzado por la bala o los perdigones y se acude, corriendo, al sitio donde cayó la presa, lo que se siente es un frenesí molesto: una mezcla de excitación y congoja, de sensación de poder con sentimiento arrasador de culpabilidad, de mareo ausente y de asco ilimitado, de piedad por la criatura muerta o agonizante y de amor propio henchido por el éxito.
Lo sé porque fui cazador muy precoz, instruido por mi padre, en una época virginal y primigenia en la que no se había inventado la expresión políticamente correcto
. Con cierta frecuencia, él y sus amigos se enmontañaban o se iban a la costa, a bordo de una antigualla Dodge que ya para entonces merecía museo, unas sábanas tratadas con pintura vinílica con las cuales hacer tiendas de campaña, un par de sartenes, sal, cigarrillos a discreción, tres arpones de banda elástica, una escopeta vieja de percusión y retrocarga, una carabina .22 y un rifle Winchester del siglo antepasado al que le llamaban El Ronco por su bramido ensordecedor. También cargaban con la prole, que estaba constituida por tres o cuatro críos –hembras y machos–, el menor de cinco y el mayor de no más de ocho.
Claro que los elefantes, búfalos y leones no estaban a nuestro alcance. Ni siquiera pudimos divisar nunca un jaguar, un puma, un cocodrilo o un venado. Liebres, iguanas, tepezcuintles y tlacuaches eran nuestras presas plebeyas, por lo que se refiere a animales terrestres, y solíamos cobrar además, en cada expedición, algunos acuáticos, como mojarras, si era en la costa, o carpas, cuando era en las montañas. Nos comíamos todo lo que cazábamos y los únicos bichos vedados eran los monos.
Con una irresponsabilidad tan minuciosa como inocente, nuestros mayores nos instruían para poner rígido el hombro en prevención del retroceso; a cargar la escopeta –pólvora, postas, taco de papel, en ese orden– y a cebarla con el fulminante, o bien a cargar los rifles con la munición correspondiente; a jalar del percutor o a poner cartucho en la recámara; a quitar el seguro del arma y sacar el dedo del gatillo y luego, a esperar, inmóviles, sosteniendo por el guardamanos el arma cargada. De veras no sé cómo lográbamos sostenerla, pero lo lográbamos. Los adultos –ahora que lo pienso, nadie calificaba realmente como tal– se alejaban unos metros del cazador bisoño, no sin antes advertirle:
–A los monos, no.
Después ya sólo era cosa de esperar a que asomara en la maleza una posible víctima, mover con sigilo el cañón en dirección a ella, alinear el punto de mira justo en medio del alza, deslizar con sigilo el índice hacia atrás para que entrara en el guardamontes, dejar de respirar y jalar el gatillo.
Lo más extraño de todo es que los niños del grupo logramos algunos disparos certeros. Pero las más de las veces nos tocaba cerrar el pico y quedarnos inmóviles detrás de un adulto apostado y esperar la detonación. Si el disparo daba en el blanco, corríamos con el corazón en la garganta hacia donde estaba la presa, hacíamos un círculo en torno a ella y nos dejábamos embargar por esa mezcla de excitación y congoja, poder y culpa, mareo y asco, piedad y orgullo. Después, la alineábamos –o sea que le quitábamos el cuero, le sacábamos las tripas y la estacábamos–, la rostizábamos y nos la tragábamos.
Las expediciones terminaron de manera abrupta cuando yo había alcanzado los ocho o nueve. La pandilla de adultos invitó a un tipo que nunca había cazado y lo hizo pasar por el mismo ritual de instrucción que se aplicaba a nosotros, los niños. Cuando el individuo aseguró que había comprendido todo, nos internamos un poquito en la selva y pronto escuchamos un rumor en las copas de los árboles. Luego todo sucedió muy rápido. El idiota volteó hacia arriba, vio un bulto peludo que se movía, se echó el rifle al hombro, apuntó, disparó y de inmediato se escuchó un chillido. El bulto peludo cayó despacio, rebotando de rama en rama, hasta que llegó al suelo. Nos acercamos lentamente y formamos un círculo a su derredor. Era un saraguato de gran tamaño y tenía una pelambre dorada. Yacía de espaldas, estaba vivo, tenía la respiración entrecortada y una mancha roja en el pecho, bajo el hombro izquierdo. Se incorporó a medias, tanteó el suelo cercano con el brazo derecho, asió una hoja, se limpió con ella la sangre que manaba de la herida, luego nos miró con ojos apacibles, alzó la mano hacia nosotros y nos mostró la hoja ensangrentada. Después tuvo unos estertores y se murió.
Comprendí, de golpe, el motivo por el cual los monos estaban vedados para la caza: con las otras especies la indiferencia ante el dolor era manejable, pero con los primates corríamos un alto riesgo de identificarnos con la víctima.
Por añadidura, aquel puñado de adultos –es un decir, porque el mayor de la banda no llegaba a los 30, y todos eran inmaduros a morir y estaban entrañablemente locos–, en compañía de su prole, cobró conciencia en ese instante de que la cacería no es graciosa ni divertida ni placentera. No fue una decisión explícita, pero a partir de aquel día los viajes de caza no se repitieron más.
Pasados los años, ya veinteañero, tuve la curiosidad de revivir de algún modo aquellas vivencias y, en mala hora, se me ocurrió probar suerte de nuevo. En alguna ex hacienda de Morelos maté una iguana, la cociné, me la comí, y me pusieron una regañiza que aún recuerdo con mucha vergüenza. Me quedó meridianamente claro, y para siempre, que, como no sea en defensa propia o por estricta y coyuntural urgencia alimenticia, el matar a un ejemplar de otra especie dejó de tener sentido desde el tránsito de los pueblos cazadores a los recolectores; que, si bien la ingesta de proteínas animales fue fundamental en la evolución humana, no por ello hay que ejercitar los instintos primarios, habida cuenta de que uno puede, si quiere, adquirir las chuletas o la barbacoa en el mercado, y que destruir un organismo por mero entretenimiento tal vez no sea un crimen –reservemos esa categoría para la liquidación de humanos o de poblaciones enteras de animales–, pero sí una vulgaridad y una gran pendejada.
Una especialidad que gozaba de cierto reconocimiento y hasta de legitimidad en círculos de vanguardia era la caza del monarca. Los descamisados franceses la practicaron en el XVIII y lograron desarrollar una gran maestría en el manejo de la guillotina. Posteriormente, en las postrimerías del XIX y principios del XX, algunos grupos de anarquistas rusos hicieron escuela con la bomba y el revólver. Pero en la era actual, afortunadamente, tales métodos son inaceptables, incluso si se recurre a ellos con el pretexto de cambiar el mundo.
Además, la especie cada vez más rara de elefantes blancos coronados –ellos se sienten humanos superiores– encarna la paradoja de ser una plaga en extinción, acaso por su incapacidad de adaptarse a los cambios de su entorno moral y social: la prueba es que algunos de ellos se aferran, más allá del sentido común, a la práctica de la caza mayor. Para deshacerse de uno de ellos basta con apersonarse un día en su madriguera real, decirle estás despedido
y mandarlo al carajo.
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