ivimos en una época donde todo se prefiere nuevo, sin marcas del uso o del tiempo. La obsolescencia, horrible palabra, define al presente como un instante en la fugacidad del cambio. Envejecen las ideas, los paradigmas se evaporan, la historia se convierte en una disciplina misteriosa, anecdótica, y nadie aprende en cabeza ajena. El vértigo del cambio es real, sobre todo en el campo infinito de las ciencias y la tecnología, pero en otras materias el afán de originalidad anula conocimientos indispensables y al improvisar sobre la marcha se reinventa el hilo negro sin el esforzado rigor de antaño. Hemos perdido la noción de progreso que, con todos sus defectos, permitía saber si íbamos o veníamos, si las contiendas civiles o políticas tenían sentido y si valía la pena cursarlas, pero la posmodernidad nos ha puesto en la tesitura de que todo es igual, todo se vale o nada importa tanto como el deletéreo goce personal de la vida material, regla y medida del Éxito. Queda como una leyenda de mal gusto la mención de la inequidad, de la desigualdad, de la injusticia, de la explotación, marginada del léxico, que no de la realidad, así como el debate clásico, sin afeites, sobre las causas que las determinan. Rota la noción de comunidad, el mercado es el corazón de la existencia global, aunque esté enfermo y sus infartos amenacen las vidas de millones en el mundo. Nada ni nadie lo cuestiona seriamente. La mercantilización domina las campañas políticas, que sirven para lanzar productos cuya utilidad está en entredicho, pero el sistema funciona sin graves contratiempos, no obstante la expansión creciente del mundo de los excluidos. La tragedia es que los líderes carecen de respuestas para paliar la crisis, e incluso aquellos que se oponen al desmantelamiento de las antiguas conquistas son acusados de conservadores. Y lo peor: el aumento del malestar popular no se traduce en una postura articulada capaz de convertir la indignación en una fuerza renovadora, no sólo contestataria. El caso de España es ejemplar: la oleada se lleva entre las patas a sindicatos y partidos alineados con la noción de bienestar, desvanece su presencia y deja libre el campo, por ahora, al ajuste global dirigido por los mismos que precipitaron la catástrofe. Hay resistencia, claro, pero la derecha mueve los hilos y condiciona las salidas a un programa brutal de austeridad que favorece a los más fuertes.
El mal es universal. Las consideraciones críticas (muchas de ellas catastrofistas) que sobre la salud del capitalismo se formularon al calor del colapso del estallido de la burbuja inmobiliaria ya se han olvidado, al punto de que los intereses financieros regresan por sus fueros para ejercer un poder situado fuera de toda racionalidad que no sea la de aumentar sus ganancias. El debate está abierto y se expresan variadas e importantes ideas para afrontar el presente y el futuro. Y, sin embargo, el gran problema es la ausencia de alternativas creíbles y viables, a menos que se entienda por tales la repetición de las frustradas experiencias del pasado.
Se han limitado tanto los márgenes de maniobra que todas las esperanzas se sujetan a la victoria de Hollande en Francia o a la relección de Obama en Estados Unidos. Mientras, el ajuste condena a la miseria a millones de ciudadanos en todos los continentes cuya potencial protesta está condicionada por la necesidad de no confrontar –¿y cómo hacerlo?– al sistema que los integra bajo la premisa de la conformidad construida como dominio ideológico también en la vida cotidiana.
Si esto ocurre en el orbe desarrollado, en países como el nuestro las fuerzas del régimen ni siquiera aceptan la gravedad de la situación. El Presidente de la República hace gala de sumisión intelectual (y algo más), repitiendo las recetas que en otras latitudes ya se cuestionan abiertamente: la ortodoxia (neo) liberal como panacea en materia energética y laboral, fraseada en los términos que la formulan los privilegiados capitostes de la globalidad. La actitud asumida ante la decisión de la presidenta de Argentina de expropiar la petrolífera Repsol quedará en los anales latinoamericanos como demostración de la ruptura mexicana con Latinoamérica. A la falta de solidaridad, Calderón sumó el desprecio por el derecho a la autodeterminación sobre el cual se funda la legalidad internacional. ¿Y todo a cambio de qué?
El Presidente se juega las últimas cartas que le quedan para influir en la sucesión, esforzándose por situar el debate nacional en los estrechos límites de su propia concepción neoliberal. Es oferta y discurso final, el último esfuerzo por trascender a los ojos de las fuentes del poder real dentro y fuera del país. Es la llamada crepuscular de un gobernante que no mira para no verse reflejado en el espejo de la realidad. Pura ideología, mera propaganda.
Pero a la velocidad que va el mundo, ese discurso resulta viejo, como lo son, por desgracia, las plataformas coincidentes que la mercadotecnia electoral nos invita a comprar en medio del bostezo general. Más allá de los resultados electorales de julio, México tendrá que afrontar tarde que temprano la construcción de una alternativa que, sin traicionar su historia, represente y constituya el fundamento de un nuevo pacto social republicano. Eso es lo que hoy se debe buscar en las campañas, para votar en consecuencia.