Sábado 21 de abril de 2012, p. a16
Esta semana La Jornada dio una de esas primicias que duele mucho publicar: desaparece la Sala Margolín.
Como bien señalaron los lectores, la herida hiende un nodo: la pérdida consecutiva de referentes culturales. México se va quedando huérfano de creadores valederos, instituciones responsables, asideros para crecer.
Mientras, campea la ausencia de una auténtica política cultural, de un programa que atienda las necesidades espirituales, sociales del pueblo. Dos sexenios oscuros de panismo ya rinden sus frutos negativos: México retrocede, no solamente es más pobre en lo económico, también en lo espiritual.
En la historia moderna del país, la Sala Margolín fue un alma mater.
Varias generaciones de mexicanos tienen atada su formación como personas en esa Meca, ese reducto cultural. Por igual escritores que se convirtieron después en premios Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez y Octavio Paz, que dignas amas de casa nutrieron sus saberes, placeres y sus almas con los tesoros vertidos en los anaqueles de la Margolín, desde al acetato hasta el disco láser.
El Disquero forma parte de esa tradición. Muchas de las recomendaciones discográficas, de hecho las mejores, nacieron en Margolín. También, se inscribe entre las legiones de asiduos que la fuimos abandonando, devorados por la lógica de mercado.
Entre el cúmulo multifactorial que explica la quiebra de esa alma mater, también hay, entonces, sentimientos encontrados. Muchos de quienes lamentamos su desaparición física –pues su existencia espiritual nunca morirá– contribuimos a su declive: resulta más fácil comprar en la cadena de la que es dueño el hombre más rico del mundo, que realizar ardua expedición hasta la colonia Roma.
Pero bueno, Slim no perderá su primer puesto en la lista Forbes porque el Disquero haya comprado sus discos en Margolín, especialmente en estos días aciagos, postreros.
Entrañable, la guía del maestro Luis Pérez nos condujo hace unos pocos días hacia algunas joyas de entre las que quedan en los estantes semivacíos: un álbum de tres discos con el ballet La flor de piedra, prácticamente desconocido, de Serguei Prokofiev, con la Orquesta Filarmónica de la Radio de Hannover, dirigida por Michail Jurowski
Otro tesoro: Le livre de la jungle, poema sinfónico de Charles Koechlin basado en textos de Rudyard Kipling, obra monumental en siete bloques, cada uno de ellos prácticamente una obra independiente, que ocupa dos discos compactos. Esta obra llegó a México, recuerda Luis Pérez, gracias a Eduardo Mata, ese otro gran formador de generaciones de mexicanos que buscan un México mejor, cuando al frente de la Ofunam, presentó partituras notables como ésta, al menos en uno de sus siete apartados.
Y hablando de Eduardo Mata, gracias a él se construyó otra alma mater en México: la Sala Nezahualcóyotl, donde un buen día la Sinfónica de Londres, dirigida por Alexander Gibson, ofreció la mejor versión en la historia nacional de la Quinta Sinfonía de Sibelius: sonaron entonces los más largos silencios que jamás se hayan escuchado en la coda final, ante el éxtasis y asombro del afortunado público. Pues bien, la grabación de esa obra, con ese director y esa orquesta, también la consiguió el Disquero en Margolín, el pasado jueves.
La sección de libros, la de películas, la de música popular... Margolín era mucho más que música clásica
. De la sección de jazz, por ejemplo, dos tesoros hallados anteayer: Jelly Roll Morton al piano, con sus obras, y Wynton Marsalis, con una pléyade de gigantes interpreta A Fiddler’s Tale, partitura del propio Marsalis que, nos indica Luis Pérez, hace aquí su propio Pedro y el Lobo, digamos.
En esta ocasión, el Disquero hace recomendaciones de discos-ejemplares-únicos, con la intención de invitar al lector a visitar la Sala Margolín quizá por última vez: no encontrará seguramente éstos cuyas portadas aparecen aquí, pero sí otros tesoros semejantes. Funcione esto entonces, como despedida digna a la Margolín: una impronta resultó salir el jueves de esa Sala, esa alma mater, abrazando tesoros discográficos y, de manera irremediable, al menos para el Disquero, sentir que el corazón se estruja y lágrimas candentes sellan la intensidad del instante.
Gracias, Sala Margolín, por todo el bien que hiciste. Gracias Walter Gruen, donde quiera que estés. Gracias, Carlos Pablos, por resistir hasta el final. Gracias sobre todo a ti, mi querido maestro Luis Pérez.
Adiós Sala Margolín, adiós alma mater. Adiós, para siempre adiós.