ace muchos muchos años, cuando éramos jóvenes y bellos, discutíamos apasionadamente la cuestión de la autonomía relativa del Estado
. Reconocíamos la naturaleza de clase del Estado burgués, como le llamábamos entonces para afirmar identidad ideológica, pero creíamos que era posible hacerlo instrumento nuestro. Categorías como la de bonapartismo
nos caían de perlas para un análisis que pretendíamos sustentar en Marx.
Mirábamos obsesivamente hacia arriba, hacia el Estado. Había que usarlo desde ahora, bajo presión. Y luego tomarlo de la forma que fuere: una vez en nuestras manos bailaría el son que tocáramos. Ni siquiera la experiencia de los socialismos reales
nos hizo poner en duda la posibilidad de utilizar para la liberación aparatos y dispositivos construidos para la dominación.
El neoliberalismo destruyó esa ilusión. Al desnudar cínicamente el carácter del régimen político construido por el capital para imponerse, la fantasía de domesticarlo se hizo ridícula. El movimiento del 99 por ciento prendió tan rápidamente porque varias décadas de lucha prepararon el escenario para exhibir el despotismo democrático
, como Manolo Callahan caracteriza hoy el régimen dominante. No es una democracia, como se pretende, ni siquiera en la forma limitada de república representativa. Es un dispositivo de dominio al servicio del 1 por ciento.
Entre nosotros, el velo empezó a descorrerse con el golpe de Estado que operó Miguel de la Madrid el día que tomó posesión. Con la vieja clase política parecía posible hacer valer los intereses de la gente. Ideológicamente asociada con el nacionalismo revolucionario
, incluía dirigentes de muy amplios sectores de la población, engranados al sistema
. Lo mismo que nutría nuestra ilusión resultaba un obstáculo para el ejercicio neoliberal. Había que deshacerse de ellos.
A estas alturas resulta cada vez más difícil llamarse a engaño. Considerar democrático
el despotismo actual significa reconocer que esta forma tiránica de gobernar da cabida a una vigencia parcial de la ley y a cierto juego de las fuerzas sociales. Pero hasta eso termina ya. Se debilita la capacidad de procesar políticamente los conflictos. El estado de excepción que se declara paulatinamente en todas partes abarca categorías cada vez más amplias de personas, que quedan legalmente al margen de la ley…¡en nombre de nuestra seguridad! Se recurre crecientemente a la policía y el Ejército para calmar la inquietud popular. Con todo ello se producen confrontaciones que tienen ya la forma de guerra civil en un centenar de países y se sacude hasta sus cimientos la configuración política, legal y espacial del orden global moderno, el orden euroatlántico.
Actualmente el continente está plagado de innumerables pequeñas guerras repugnantes, que no son realmente guerras. No existen frentes o campos de batalla, no hay claras zonas de conflicto ni distinciones precisas entre combatientes y civiles
(Jeffrey Gentleman, en NYRB, 8/3/12). Esta descripción puntual y terrible de lo que está pasando en África puede aplicarse sin dificultad a muchas zonas de México y del mundo.
Estamos en la cuarta guerra mundial que los zapatistas anticiparon hace tiempo. Su iniciativa los hizo precursores de todos los movimientos anti-sistémicos y siguen siendo señal de identidad y fuente de inspiración. Karama es la palabra más importante en todas las revoluciones sociales de la primavera árabe. Quiere decir dignidad, la palabra que los negociadores gubernamentales en San Andrés nunca pudieron entender y los zapatistas enarbolaron como clave de origen y signo central de su lucha. Es la dignidad lo que hace inconformes, rebeldes y soñadores a los hombres y mujeres ordinarios que hoy están en movimiento, al margen y más allá de líderes, ideologías o partidos.
Ni aquí ni en el resto del planeta hemos llegado al punto en que resulte ya imposible o inútil apelar a la ley o al marco institucional. Las urnas, por ejemplo, aún pueden ser trinchera en batallas específicas. Lo que carece de sentido es pensar que pueden ser camino de transformación. El recambio de dirigentes no da siquiera para enfrentar la emergencia actual.
Puesto que el sistema democrático no es ya capaz de responder a la emergencia y conducir la transformación; puesto que los asuntos que nos agobian no pueden ya esperar; puesto que se ha desvanecido la ilusión de que los aparatos del Estado pueden ponerse al servicio de la emancipación, es hora de la acción directa organizada, la acción de hombres y mujeres ordinarios que se afirman en su dignidad para crear la nueva sociedad en el vientre de la que muere.
Todo esto, a mi parecer, tendrá que abordarse este fin de semana, en Cuernavaca, en la reunión nacional del Movimiento Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad, para tratar de ponerlo al día y sintonizarlo con los vientos que corren por el mundo de abajo.