o sé si se deba a que no he madurado, pero sigo sin saber ni quién es mi autor favorito ni cuáles son mis influencias literarias. No he dejado de reflexionar al respecto, ni de contestar con honestidad cuando me he visto orillada, pero mis respuestas no han llegado a convencerme del todo ni a sonarme para nada lo verdaderas que quisiera.
Pienso que quizá mi titubeo no sea cuestión de madurez sino de simples buenas maneras, pues cómo voy a mencionar a XYZ sin añadir a MNÑ, qué voy a revelar de mí si se me olvida deslizar el nombre de un clásico, una mujer, alguien de mi generación, o de mi propia lengua materna. (¡Ay, para qué recordé el tema de la lengua materna! Otra disquisición sin fin, tan persecutoria como las del autor favorito o las influencias literarias.) Pero son los rodeos de siempre, a los que no recurrimos más que los timoratos (los tímidos, los temerosos, los acomplejados), rodeos que mejor habría que pulverizar.
A veces me envalentono y no me ruborizo si doy muestras de ignorancia, no me muerdo la lengua si dejo escapar una tontería que no alcanza a ser irónica ni a nadie hace reír. Cuando uno no sabe algo, no lo sabe, ¿para qué pretender que sí?
Tengo tantos autores favoritos, mujeres y hombres, de tantas épocas, regiones, edades, géneros literarios y lenguas maternas, que mi mente, en vez de ser enciclopédica, es un pantano. Datos revueltos que se pisotean unos a otros, todos quieren ser el primero en salir y no dejarse hundir por los otros hasta el fondo de la nada.
Y tengo tantas influencias –es decir, y quisiera que mis influencias fueran tantas y que por supuesto se notaran, que si fueran todas las que imploro que fueran, yo acabaría siendo un monstruo.
Qué difícil es decir la verdad. Qué difícil es conocer la verdad y decirla. Pero no es tan difícil como reconocer que otro la dice y reconocérselo. Es muy difícil admirar al prójimo, sobre todo cuando el prójimo es de tu propio género y de tu propia edad o aproximada, por no aludir a que fuera también de tu misma lengua materna, de tu misma nacionalidad. Siempre es mejor que algo, lo que sea, te diferencie del admirable y te distancie de él para no sentirte objeto de demolición por estorboso e innecesario.
Mi maestro me recomendaba, además, que si no tenía un autor favorito lo tuviera, que encontrara a uno que, aunque no fuera mi favorito –porque yo no acabara de decidirme a que lo fuera–, hiciera de él mi favorito. La recomendación era clara y firme. Elige a uno y conócelo por arriba y por abajo, por el derecho y por el revés. Hazlo, me decía, o digamos que me decía, aun cuando no sea verdad. Cómo me enfurecía que tan buen mandato lo fuera sólo con engaño. Pero me esforzaba en encontrar a mi autor favorito. Apuntaba en mi cuaderno de ejercicios: Yo no soy un personaje en busca de autor, ni un autor en busca de personaje; soy simplemente un autor, o autora, para el caso, en busca de un autor favorito y su influencia.
Revolvía libreros y papeles, deseosa de encontrar al autor que recompensara mis esfuerzos y se convirtiera, de paso, en mi tema. Estaba dispuesta a bebérmelo, a calzármelo (¿calzármelo? ¿Qué podrá significar semejante acción?). Estaba dispuesta a transformarlo en mi almohada y en mi respiración. A ver si gracias al proceso llegaba a notarse el mimetismo y yo triunfaba, aunque dejara de ser yo.
Pero después de tanta divagación, ¿a dónde voy? ¿He creado alguna expectativa?
No lo sé, no lo sé.
El libro que me empujó hacia estas vaguedades se titula, en la lengua materna de su autor, Nothing to be frightened of, que en español puede traducirse como Nada que temer, una especie de autobiografía, o de disquisición sobre el temor a la muerte, de Julian Barnes, papá de El loro de Flaubert.
Ignoro si Julian Barnes encontró autor favorito como tal y reconoce una influencia literaria determinada, pero sé que a mí cada vez me gusta más cómo presenta él la verdad que encuentra, ficción o no ficción. Mientras comprime el corazón del lector, lo hace reír, una risa divertida y risueña, una risa dulce y triste. En vida de sus padres urdió el principio de escribir como si sus padres ya hubieran muerto, y le ha funcionado. Que lo adopte un autor, o una autora, para el caso, que busca en Barnes a su autor favorito, atrae, porque aunque suena a vender el alma al diablo, puede significar todo lo contrario.