a necesidad de la reforma se vuelve aguda cuando se piensa en la obra de Jorge Carpizo y se lamenta y sufre su demasiado pronta partida. Como en la gloriosa época de la reforma liberal en el siglo XIX, el México del siglo XXI reclama un severo, drástico, ajuste de cuentas con su evolución reciente para poner en marcha un nuevo curso para su desarrollo. De no ser así, lo logrado en los últimos lustros en apertura política y económica se pondrá en peligro y los frágiles entendimientos sociales en los que aún se sostiene nuestra convivencia comunitaria darán paso a la anomia y el desaliento, los mil y un exilios interiores y la furia individual y colectiva, para dar entrada a las tendencias siempre presentes a la entropía y la desintegración nacional.
Se dice pronto, pero al proyectar la presente acumulación de males y angustias no queda campo para el optimismo ramplón al que se ha dedicado el gobierno que se va pero no se va, empeñados como están sus dirigentes en imponerle a la sociedad, una vez más, un destino manifiesto sin perfil ni perspectiva, condensado en la pueril idea de que con el cambio político lo único que puede venir es la vuelta al pasado. Este futurismo de sacristía, que tanto éxito alcanzó en el pasado cuando la sociedad mexicana vivía la primera de sus crisis contemporáneas, satanizó los últimos tramos del desarrollo basado en la industrialización dirigida por el Estado, con el apelativo de la docena trágica
y contribuyó al entronizamiento de una irracionalidad mayor, supuestamente iluminada por la racionalidad inmanente que sus creyentes atribuyen al mercado, mientras más mundial y unificado, mejor.
Sobrevino entonces una suerte de nuevo abrazo de Acatempan, esta vez entre los libertadores de la economía para volverla abierta y de mercado y quienes postulaban el cambio sin adjetivos ni objetivos. Todo para aterrizar en el reclamo de un nuevo concordato, la negación de los derechos fundamentales de las mujeres a decidir, y la exigencia, disfrazada de diplomacia papal, de una libertad religiosa que sólo quiere decir enseñanza de la religión católica en la escuela pública, propiedad y uso irrestricto por parte de la jerarquía de los medios de comunicación masiva y, por qué no, extensión del derecho de voto de los curas a ser votados como cualquier ciudadano.
La conjunción entre los reformistas de mercado y los restauradores de la fe mayoritaria como religión dominante se dio bajo la divisa del cambio y desembocó en esta peculiar democracia de mayorazgos y encomenderos que se resume en las tristemente célebres telebancadas, que columnistas y publicistas festejan como si se tratara de nuevas libertades arrancadas al tirano. Una prueba mayor para esta abollada democracia colonizada por los poderes de hecho se dará este julio, cuando sus mecanismos den cuenta (o no) de su eficacia para encauzar el interés ciudadano en las urnas y, sobre todo, para darle al conflicto rampante que corroe los acuerdos básicos que nos quedan, un horizonte institucional creíble. De no ocurrir así, sólo quedará como panorama futuro la trifulca que desgasta y el rencor que se acumula antes de estallar.
Hace tres años, un grupo de mexicanos convocó a gobierno y sociedad a emprender cuanto antes una acción firme contra una recesión que amenazaba ser demoledora. Del recuento hecho entonces, quienes firmamos el documento México frente la crisis, hacia un nuevo curso de desarrollo
coincidimos en que más allá de la acción gubernamental contra la recesión que avasallaba al mundo, era indispensable erigir una forma de crecer distinta a la seguida por casi 30 años y que había desembocado en lo que algunos hemos dado en llamar un estancamiento estabilizador
que amenaza convertirse en desestabilizador por sus implicaciones sociales nefastas, injustas y destructivas de los tejidos elementales para una mínima cohesión social.
No tuvimos éxito en nuestra convocatoria a la acción inmediata y al cabo de los meses el resultado estaba a los ojos de todos: una caída del producto interno bruto superior a 6 por ciento; un desempleo abierto mayúsculo, que se daba sobre todo en las zonas norteñas de la nueva industrialización ligada a la exportación; un nuevo brote en los números de pobreza que recogían los estragos de la llamada crisis alimentaria de 2008 y amplificaban el impacto negativo de la recesión, al reducir todavía más la capacidad del mercado interno para compensar en algo la drástica caída de las exportaciones. Nunca como en ese año fue tan transparente el alto costo social y productivo que ha implicado el (mal) llamado equilibrio macroeconómico, cuya vigencia contrasta con la irrupción de déficit mayores en la existencia social, el potencial de crecimiento de la economía y en las condiciones generales para un crecimiento sostenible a mediano y largo plazos.
Sólo la democracia incipiente pareció quedar al margen de la conmoción universal de la crisis y el 2010 auspició una vuelta de tuerca más del pluralismo, al castigar al partido en el gobierno y favorecer al otrora gran derrotado del cambio sin adjetivos, el antiguo partido de las mayorías autodefinidas cuando no autoconstruidas por el capricho del poder presidencial.
Hoy, no podemos presumir de que esta seguirá siendo la pauta dominante de nuestra renqueante evolución política. La normalidad vuelta mantra de los transitócratas deberá ceder espacio a una política constitucional efectiva, para cambiar un régimen que de improductivo ha pasado a corrosivo.
Una sociedad desprotegida es una comunidad donde manda la inseguridad y la incertidumbre se vuelve mala costumbre que configura una mala educación política. Y así vivimos, sin que nadie pueda apostar porque el desenlace de julio rompa este equilibrio vicioso y ofrezca a la sociedad una luz al final del túnel que no resulte ser otra locomotora en sentido contrario.
De aquí la justeza de una convocatoria como la que se ha vuelto a hacer, gracias a la hospitalidad de la UNAM, a replantearnos el rumbo y buscar otro, más generoso socialmente hablando y más robusto y vigoroso desde el punto de vista productivo. Crecer rápido para dar empleos; invertir más, para que ese crecimiento se sostenga; tributar más y gastar mejor, para que la sociedad se eduque y el cuidado de su salud llegue en verdad a todos; redefinir cuanto antes el perfil productivo del país, con una nueva industrialización y un desarrollo rural sustentable; dotarnos de una dimensión regional integradora, una infraestructura potente y un sistema energético poderoso y congruente con el desarrollo sustentable, son las líneas maestras del planteamiento contenido en esta nueva entrega a favor de un nuevo curso de desarrollo.
En el centro, la recuperación de la capacidad del Estado para hacer política económica, trazar estrategias que reconquisten el futuro extraviado y hacer de la igualdad y la equidad divisas compartidas y criterios centrales del desarrollo y la democracia. Nada más pero nada menos. Insistir en la inercia como virtud teologal es conjurar los espectros del único pasado que no se puede reditar; no el de la docena trágica, que como farsa y tragedia a la vez restrenaron los gobiernos panistas del primer decenio del siglo XXI, sino el de la Decena Trágica que dio al traste con la gran promesa cívica de Madero para dar entrada a más de una década de violencia y autodestrucción nacional.
Aquí estamos y estas son las coordenadas de un espíritu reformador, no sólo reformista (pace querido Fito), como el que Jorge Carpizo encarnó y nos legó como lección indeleble de civismo y honestidad política e intelectual.