Único nosocomio de especialidades del GDF, es signo de esperanza para los desposeídos
Entre múltiples penurias, el personal médico realiza su labor de atender a los pacientes
Viernes 6 de abril de 2012, p. 33
Es casi la medianoche. En el área de urgencias se escuchan los gemidos de un hombre postrado en silla de ruedas. Casi no puede moverse, pero tampoco deja de fruncir el rostro. Llora.
Cada expresión de dolor rebota en los muros. El hombre atrae la mirada de unos 10 pacientes y sus acompañantes que esperan atención en el hospital Belisario Domínguez, el único de especialidades del gobierno capitalino, ubicado en la periferia de Iztapalapa, hasta donde llegan los que no tienen nada. Es alternativa para quien requiere atención de alto nivel, pero, sobre todo, gratuita.
Las dos mujeres que acompañan al hombre sumido en el dolor aprietan su bolsa y voltean a todos lados en busca de ayuda. Impotentes, sólo atinan a tocarle la cara a su enfermo y le acomodan la cobija. La neuropatía aguda es implacable y ha hecho añicos a este diabético, dependiente de su hija, quien tampoco tiene mucho de que asirse; ella tiene sus propios compromisos: madre soltera y vendedora ambulante.
El intenso dolor se ensaña en cada centímetro del cuerpo, ya de por sí afectado por la insuficiencia renal; la delgadez es extrema y los dientes escasos.
La hija va hacia la ventanilla de ingreso al área de hospitalización y, de tanto insistir, un médico sale a atenderla. Apenado, el especialista le explica que no tiene caso que permanezcan ahí porque ya le han prescrito el medicamento que supuestamente sosegará el dolor. Pero véalo, está poniéndose muy mal
, clama la hija.
Finalmente, el galeno confiesa: Mire, para qué la hago esperar; no sirve nuestro tomógrafo, es que el responsable no vino y, pues, bueno, bueno... para qué le explico, mejor lléveselo a otro hospital
.
En efecto, hoy no sirve el tomógrafo, aparato clave en este nosocomio. Habrá qué mandar a los pacientes en ambulancias, incluso a los graves, a la toma de pruebas urgentes
en el hospital Xoco.
Así le ocurrió a Antonia, de 76 años, quien llegó al Belisario Domínguez desguanzada, sin movimientos, sin habla. Hace cuatro años tuvo un episodio de trombosis y le advirtieron que si no hacía ejercicio un coágulo se le podría ir al pulmón o al cerebro. Y como no hay tiempo que no se cumpla con las enfermedades crónicas y degenerativas, Antonia fue llevada muy grave a urgencias, donde para sorpresa de quienes han visitado las atestadas e impredecibles salas de urgencias del IMSS y del Issste, aquí sí hubo camas disponibles.
Sin embargo, como tuvo la mala suerte
de sufrir una crisis en la madrugada, a las 5:40 de la mañana en el hospital le dijeron que no había atención hasta las siete. Hora y 20 minutos que pueden ser una eternidad para quien sufrió un paro cerebral. Y justo a las siete la recibieron con atención integral, pero también con la vergüenza de una doctora que, desesperada ante la falta de tomógrafo para determinar el alcance de la falla isquémica vascular, la intubó para trasladarla a Xoco. Yo creo que ahí agarró la neumonía que complicó todo
, lamenta uno de sus familiares.
Ya de vuelta en San Lorenzo, una sobrina de Antonia responde el cuestionario de la trabajadora social. Mire, no le busque, no me haga más preguntas. Mi tía no tiene nada, nunca ha tenido nada. Es soltera, criada en un rancho, analfabeta y sólo depende de mi mamá, quien tiene una pequeña pensión de viudez.
–¿Tiene su tarjeta de pensión alimenticia? Entonces no se preocupe, con eso es suficiente para tramitarle su hoja de gratuidad. No va a pagar.
En efecto, nadie pagó un centavo cuando cuatro días después entregaron el cuerpo sin vida de Antonia.
Tampoco pagó Julia, de 59 años, desempleada, quien en la víspera llegó sola en un taxi al hospital. No veía nada; haga de cuenta que todo se me puso blanco
, cuenta la mujer, sentada en el borde de la cama e intentando ponerse las chanclas para ir al baño. No la acompaña nadie. Mandó a su hijo a comer algo y a descansar. ¿Sólo tiene un hijo?, le pregunta la muchacha de enfrente, que batalla para que su mamá, lavandera de toda la vida y en fase terminal de diabetes, acepte un bocado.
Tengo varios, pero sólo él me procura. Otro tiene tres años que no lo veo, desde que entró al reclusorio decidí no verlo más. Es adicto. Le echaron otros tres años, por robo. No quise que le avisaran que casi me muero. Si se entera capaz que se desespera y se vuelve a meter esas chingaderas.
En el ajetreo de médicos y enfermeras, el brillo de un par de botas negras resalta en el pasillo de medicina interna. El discrepante calzado es de un custodio del Reclusorio Oriente que acomodó su silla afuera de un cuarto aislado
. Atrás está una cama solitaria sobre la que reposa un hombre quizá de unos 50 años de edad, recuperándose de un paro cardiaco.
El médico se acerca e intenta bromear: ¿Qué tal pasó la noche? ¿A gusto? ¡Cómo que casi no pudo dormir! Entonces le gusta la mala vida
, le dice. Nadie ríe la gracia.
–Es colombiano, narco condenado a 13 años en el botellón. Verá, no nos podemos mover de aquí porque si se nos escapara, ¡su sentencia la reparten entre mi compañero y yo! –cuenta uno de los custodios. El cuarto asignado al colombiano está a tres o cuatro pasos del séptico, pero posiblemente se han acostumbrado a ello, porque no se quejan de la pestilencia.
La chica de intendencia sólo les habla para pedirles que muevan sus mochilas; trapeará otra vez el piso antes de ir a otra habitación a limpiar vómito. Nena, te pones guantes y cubreboca, ¿sí?
, le recomienda una enfermera.
A la primera provocación, los guardias vestidos de negro hablan de los bajos sueldos y del alto riesgo de trabajar en las cárceles, las cuales son todo, menos de readaptación social: Ahí los buenos se echan a perder y los maleados se vuelven locos
…
El más platicador se queja de su nuevo jefe. Chale, es un tiernito; ni custodio ha sido
, expresa acerca del mando, que seguramente tampoco hará guardias cuidando presos ni permanecerá 24 horas seguidas al lado de la fuente de olores fétidos de este hospital.