Carta a Jesús de Nazaret
íbrate del martirio, buen hombre. Corre por tu vida, piérdete entre los olivos, ponte a resguardo de la turba de fariseos y seduceos que viene a prenderte. No tropieces con el espejismo de la voluntad de tu Padre: esta vida es lo que hay y fuera de ella todo es oscuro.
Has escuchado voces en tu interior; has imaginado escenas en las que apareces sentado a la diestra del Creador del Universo en un sitio brillante, suave y dichoso. Son las tentaciones de la nada: son voces de las sirenas de Tánatos y de Mors, las inercias de la entropía que impulsa el desorden de lo ordenado, la desintegración de lo integral, el desvanecimiento de la luz. No les hagas caso. Tienes huesos, carne, lengua, corazón y sangre. Lo demás es incierto.
Mañana será demasiado tarde. Escabúllete ahora, buen hombre. Tienes por delante muchos años para ser carpintero apacible o profeta tremendo. Tienes ante ti el aroma de las hierbas, la atención arrobada de tus seguidores, el pensamiento torturado, el abrigo de las telas bastas, los muslos milagrosos de Magdalena. Ella y tú son fecundos: funda una estirpe de artesanos o de reyes, concédete la gloria de acariciar la cabeza de tus hijos, que serán reales y corpóreos.
Ahórranos, buen hombre, las conjuras, los martirios, la entronización imperial de tu nombre. Si te dejas conducir al matadero terminarás convertido en una de esas deidades sedientas de venganza y sangre: un nuevo Baal, un Huitzilopochtli mediterráneo. Ahórranos la persecución de los tuyos en las catacumbas, las Cruzadas y las guerras devastadoras contra los herejes. Líbranos del Santo Oficio y del asado de brujas. Escapa de la cruz y evítanos la hoguera, el tormento, el desmembramiento para los idólatras. No permitas que en tu nombre los gentiles derramen sangre de judíos, que los cristianos decapiten a los moros, que los españoles marquen a fuego a los indios, que los cristianos renacidos arrasen países y lancen bombas atómicas sobre pueblos inermes, que los asesinos y los ladrones beban de tu sangre y coman el símbolo de tu carne para sentirse reconfortados de sus crímenes. Los clavos que están a punto de lastimarte nos van a costar carísimo.
La intrínseca bondad del alma humana es anterior a ti: esta especie es gregaria y su supervivencia no depende tanto del triunfo del más fuerte, sino de que sus especímenes cooperen entre sí. El amor tiene un fuego perenne y no te requiere para enfrentarse a la frialdad del odio. La compasión no te necesita. Y sin embargo, la ley del más fuerte ha sido impuesta y lo seguirá siendo en tu nombre o sin él. Para qué te involucras en eso.
Si mueres ahora, tus seguidores borrarán de la historia a los bondadosos, a los amorosos y a los piadosos que te precedieron para que nadie ni nada haga sombra a tu esplendor de difunto. Por ti, por ellos y por todos, huye de la cruz. Tu pasión no va a fructificar en una exaltación de la vida; será, por el contrario, celebración lóbrega de la muerte, porque ésta engendra más muerte y la tuya no escapará a la regla. Más allá de los íconos no hay Más Allá.
Durante tres años has predicado el bien, el amor y el perdón, y con eso deberías darte por satisfecho. Permite que madure la cosecha de tu siembra; confía en aquellos a quienes dirigiste la palabra y cuya piel tocaste con tu piel; deja que los agraciados por tus sanaciones canten y alaben tu poder, te admiren sin venerarte, te quieran sin adoración y sigan tus pasos sin que el camino los conduzca al martirio. Multiplícate en ellos y en una hermosa prole que cultive los campos ariscos de tu tierra, fabrique naves de comercio y de pesca, estudie los misterios de la Torá, defienda a tu gente de cuantas amenazas y opresiones se ciernen sobre ella.
Hijo del Hombre, aférrate a la vida. Hijo de Dios, líbrate de la soberbia. Ten fe en que los pastores buenos de tu fe hallarán por sí mismos parábolas menos devastadoras que el tormento y la destrucción de la carne para aliviar con la palabra los males del mundo.
Pero no te regales a Roma. No le obsequies al Imperio el pendón espiritual que necesita para reinventar su dominio. No induzcas a Pedro a fundar una iglesia que tendrá aciertos humanos, pero que acabará dominada por pontífices envenenadores y violadores de sus propias hijas, por cardenales forrados de oro, por funcionarios aferrados a sus cotos de poder terrenal, por banqueros vaticanos que lavarán dinero y lo invertirán en fábricas de armamento. No contribuyas, con tu muerte violenta, a entronizar la idolatría y el fetichismo, de los cuales abominas, ni la superstición y la charlatanería. Si te dejas clavar en ese madero, antes incluso de que los buitres te devoren, o antes de que tus mujeres amadas consigan recuperar tu cuerpo, vendrán los mercaderes a reducir tu cruz a astillas –pobres pedazos de madera remojados en sangre– que serán vendidas por sumas desmesuradas y presentadas como generadoras de milagros, y los milagros son mentira.
No llegues hasta el Sanedrín, buen hombre, no te dejes conducir al Gólgota. Predica la buena nueva, pero no pretendas que ésta transite por tu homicidio atroz, por el corazón desgarrado de María, por el dolor de tus discípulos, por el truncado amor de Magdalena, por la grotesca tragedia del Iscariote, por la maldición eterna para las tribus que forjaron los clavos que hiendan tu carne. Prosigue tu tarea sin apelar a la muerte, refúgiate entre los nabateos, con los fenicios de Tiro, en la montañosa Macedonia o en las soleadas costas corintias, y sé bienaventurado con tu aura de profeta y tu mensaje de amor, de intolerancia compasiva, de arrogante humildad y, si puedes, de alegría y celebración de la vida, porque fuera de ella todo es incierto.
Líbrate del martirio así como tus padres terrenales te libraron, cuando eras un recién nacido, de la degollina de Herodes el Grande. Acepta la enseñanza de tus mayores y sé fiel a la existencia. Si los humanos de tu tiempo y tu país son susceptibles de salvación, muchos de ellos lograrán entender tu verdad sin necesidad de latigazos, caídas, coronas de espinas, maderos agobiantes, sed burlada con vinagre, hierros lacerantes y agonías sin término.
Hermano, ten piedad de ti y de nosotros, los que somos y seremos libres de toda culpa porque creemos, con una convicción tan poderosa como la tuya, que no hay salvación fuera del convivio, que es el vivir a coro y entre muchos, y que la muerte no vale la pena.
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