os encargados de narrar la visita papal a Guanajuato dedicaron buena parte de sus observaciones a comparar el carisma de Juan Pablo II con el talante frío de su sucesor. A ojo de buen cubero, el alemán no tenía manera de salir bien librado. El primero arrebataba a las multitudes, las hacía delirar de emoción con sólo un gesto, una sonrisa o una palabra. El segundo, en cambio, es un teólogo, un pensador religioso, un ser conceptual carente de vivacidad emotiva. Ese era el personaje esperado por los 300 mil católicos invitados con boleto a presenciar los actos rituales.Y, sin embargo, al salir de México, al decir de Valentina Alazraki, Ratzinger parecía otro, casi un desconocido. La nostalgia, el fervor, la experiencia (y los medios) hicieron el milagro de convertir al anciano Ratzinger en un ídolo de masas: hasta un sombrero de charro se caló para fijar la previsible imagen final. Benedicto, hermano, ya eres mexicano
, coreaban los fieles, apremiados por el animador, al despedirlo en la puerta del Colegio Miraflores, en León. Una vez más, la hospitalidad idiosincrática llevada a devorar al huésped reprodujo esa catarsis de autorreconocimiento que no admite otra mirada en el espejo que no sea la propia. La verdad, ¿era necesaria tanta exaltación para hacer visible la catolicidad del pueblo? Pasado el temor a una recepción fría o distante, todo parecía desmesurado, pues la inauguración a distancia de la iluminación de la estatua del Cristo del Cubilete y las reuniones con obispos latinoamericanos no parecían justificar el incómodo desplazamiento del obispo de Roma. Las dudas se disiparon pronto y al final los herederos de la tradición cristera, los mismos que jamás declinaron las banderas de la restauración, obtuvieron una nueva batalla simbólica sobre el viejo laicismo del Estado que hoy se busca precisar en el texto constitucional.
El Vaticano, el episcopado mexicano, sabe que la sociedad ha cambiado desde la última visita de Juan Pablo II, y que éstos, al menos sociológicamente
, favorecen la secularización, la ampliación del mercado religioso o la decadencia de la fe
, como la llamó el mismo Papa. Es un lugar común hablar de la crisis de valores
. Pero entre las muchas mutaciones hay una que resulta especialmente resonante y les favorece, a saber: la disposición de la llamada clase política
para limar los filos del antiguo Estado laico, aceptando como propias e inocuas ciertas formas de religiosidad asumidas como alternativas so pretexto de la crisis cívica, ética e ideológica que cruza la sociedad nacional. Para el Vaticano es incomprensible y rechazable que aún se mantenga en pie una visión del laicismo que no es la suya. Y presiona para que se acepte.
Por eso, Ratzinger pudo lo que nadie antes imaginaba: que el Presidente del Estado laico recibiera la comunión en público, durante la misa a la que por más señas acudieron los aspirantes a gobernar a México. Allí se les vio estar como ausentes entre la multitud pero listos para la instantánea del momento, expuestos al saludo inmisericorde de Fox, como le ocurrió a Andrés Manuel (de la carta enviada al Papa por AMLO –reseñada aquí por Roberto Garduño– desconozco si hubo respuesta).
Feliz, el presidente Calderón agradeció al Papa el apoyo recibido y, claro, la discreción para evitar en público los grandes temas críticos que lo habrían puesto en una situación comprometida. El Papa, por ejemplo, dejó pasar al tema de la hora: la libertad religiosa (del que hablaría en la reunión cerrada con el Presidente), pero el cardenal Bertone sí lo hizo en el encuentro privado con sus homólogos, los secretarios de Gobernación y Relaciones Exteriores. Ahí señaló que ambos estados (...) tienen la común tarea, cada uno desde su misión específica, de salvaguardar y tutelar los derechos fundamentales de las personas
, entre los cuales destaca la libertad del hombre para buscar la verdad y profesar las propias convicciones religiosas, tanto en privado como en público, lo cual ha de ser reconocido y garantizado por el ordenamiento jurídico
. Dicho sin las florituras diplomáticas, Bertone expresó que ese derecho va mucho más allá de la mera libertad de culto, pues, en efecto, impregna todas las dimensiones de la persona humana
. La resistencia a esta interpretación de la libertad religiosa
no sólo procede de la tradición laica, sino de otras confesiones religiosas que advierten en ella espacio para la expansión del poder espiritual y material de la Iglesia católica. Parece evidente que el Vaticano exige la libertad religiosa no para fortalecer la libertad de creencias que la Constitución garantiza, sino para amparar sus actividades en campos que hoy le están vedados, como la educación pública, el ámbito militar, por no mencionar el acceso a los medios de comunicación. En pocas palabras, busca mayor protagonismo en la vida nacional, sin que se le juzgue como expresión de intereses políticos determinados.
El Vaticano dejó fuera los temas más críticos: la necesaria condena de la pederastia que en este país se extendió con la venia, si no es con la complicidad, del Papa anterior, al mantener impune a la cabeza de los Legionarios de Cristo. De eso no se dijo nada, aunque los agraviados publicaron un excelente texto de denuncia ante el cual el vocero del Papa no tuvo más remedio que cantinflear. El encuentro con los niños que esperaron al Papa durante horas quiso aludir subliminalmente al asunto, pero resultó un paupérrimo sustituto. Tampoco las víctimas de la violencia criminal se reunieran con el Papa, no obstante que han sido sus voces las que han conseguido, al menos, abrir un espacio para la recuperación de la memoria que ya se había borrado gracias al discurso belicista que los redujo a daños colaterales
. Y, sin embargo, en ambos casos, las autoridades mexicanas (de la Iglesia y el gobierno) silenciaron los hechos y con ello trivializaron el viaje pontifical. Hoy, el Congreso de la Unión tiene que fijar el carácter del Estado laico, defenderlo de interpretaciones interesadas y pronunciarse en torno del tema de la libertad religiosa. Ojalá y atienda las lecciones de nuestra historia sin temor. La pregunta es si la llamada clase politica
, inmersa como está en la inmediatez, quiere cumplir con su deber o lo apuesta todo a la quimérica ilusión de ganar para sí el pragmático apoyo eclesiástico en la promoción del voto.