Opinión
Ver día anteriorLunes 5 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Dama de Hierro
S

i atendemos al juicio de John Campbell, uno de los mejores biógrafos de la ex primera ministra británica Margaret Thatcher, para quien su objeto de estudio habría sido la figura pública más admirada, más odiada, más idolatrada y más vilipendiada de la segunda mitad del siglo XX, lo que propone La Dama de Hierro (The Iron Lady), de la realizadora inglesa y directora teatral Phyllida Lloyd (Mamma mia, 2008), es una aproximación muy subjetiva, marcadamente sentimental, sorprendentemente apolítica, de un personaje carismático y complejo. Un trabajo en definitiva poco satisfactorio para los detractores de la política autoritaria y también para quienes, por razones insondables, pudieron sucumbir al encanto de su personalidad llamándola insistentemente Maggie, como manera afectuosa de atribuirle las virtudes de una bienintencionada ama de casa deseosa de poner orden en el marasmo de la política británica.

La Dama de Hierro elige trazar el retrato de Thatcher, no a partir de su carrera profesional y política, con todos sus aciertos y descalabros, su intransigencia moral y su autoritarismo inocultable, sino desde la más elemental interpretación sicológica del personaje, en la vena tradicional de la biografía política que ensayó en literatura Stefan Zweig para hablar de personajes históricos como Joseph Fouché o María Antonieta. Desprovista, sin embargo, la directora de la perspicacia y talento del austriaco, sin hablar de su malicia, lo que propone en su acercamiento a la figura controvertida que le interesa es un catálogo de lugares comunes sobre su sufrimiento y sus delirios como anciana aquejada por el Alzheimer y por crisis periódicas de demencia senil.

Todo se inicia con el patético espectáculo en que irrumpe de modo increíblemente grotesco la figura espectral de su marido, Denis Thatcher (Jim Broadbent), en una caracterización a ratos tan risible como personaje de animación al estilo Wallace & Gromit para reconvenir y consolar y atormentar a la muy solitaria Margaret (soberbiamente interpretada por Meryl Streep, cuyo logro mayor es restituir algo de dignidad al personaje vencido).

Luego de este prólogo, al que regresará machaconamente la cinta, lo que se estructura de modo muy azaroso es la sucesión de puntos culminantes en los largos años de gobierno y vida de la Thatcher (atentados terroristas, descontento popular, asedio de la oposición laborista, terquedad autoritaria, explotación del sentimiento nacionalista a partir de la guerra de las Malvinas, desgaste político ulterior, decadencia, enfermedad, ostracismo), para dar como resultado un retrato bastante invertebrado, cuidadosamente inofensivo, del personaje político.

Como biografía política, La Dama de Hierro palidece al lado de La reina, de Stephen Frears, cinta en la que Helen Mirren ofrecía una caracterización notable, y como tratamiento de un tema tan delicado como el Alzheimer queda muy por debajo de Iris, el retrato de la escritora Iris Murdoch (Judi Dench, memorable), del británico Richard Eyre, en la que curiosamente aparece como marido el mismo Jim Broadbent, al parecer encasillable ya en el papel de pareja doliente.

En un pretendido afán de objetividad, la película pierde cualquier intención crítica o un mínimo asomo de ironía, aquella que podía mostrar el argentino Borges cuando al pedírsele su opinión sobre la guerra de las Malvinas respondía desdeñoso: Es la pelea de dos calvos por un peine. La Dama de Hierro habla de todo fugaz y atropelladamente, del papel de las mujeres en la política, de la tentación del poder y sus saldos desastrosos, de la contradicción neoliberal de generar más miseria global enriqueciendo sin parar a los ya poderosos, y del oficio político como ejercicio consumado de la simulación y la mentira. La película alude a todo esto, pero lo hace de manera tan penosamente superficial que bien podría tratarse, sin mayor empacho, del ensayo general de una comedia musical británica, alguna contraparte novedosa de Evita, por ejemplo.

Es un privilegio sin duda para una gran actriz, y tal es el caso de Meryl Streep, poder conferir algo de lustre a una empresa tan inane y tan ociosa como La Dama de Hierro, pero ¿gana algo el cine británico con una trivialización desangelada de sus temas políticos? Recuérdese lo que el cine estadunidense ha hecho con el personaje de Richard Nixon, o incluso el cine francés, muy recientemente, con la figura de Sarkozy, o el italiano de Sorrentino o Moretti con el fenómeno Berlusconi, y se apreciará hasta qué punto una directora inglesa es capaz de desperdiciar un tema, perder el tiempo y hacérselo perder a sus espectadores.

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