as cifras recientes sobre el desempeño económico nacional, así como sus proyecciones, nos vuelven, pero por el lado obscuro, contemporáneos de todos los hombres
, como quería el poeta Paz. Sin tener que caer en la recesión europea, nuestra circunstancia productiva es reptante y sin posibilidades reales de por lo menos llegar pronto a una recuperación digna de tal nombre. (Véase, El Economista, 17/2/12, p.4)
Según Inegi, el crecimiento del producto interno bruto (PIB) en 2011 fue de 3.9 por ciento, inferior al de 2010 que fue de 5.5, y que en un momento despertó esperanzas en una aceleración que no pudo concretarse. Si nos comparamos con algunas economías latinoamericanas, el resultado es desalentador: Chile creció 6.5 por ciento; Perú, 6.2; Colombia, 4.9, y Argentina, 8 por ciento.
Por otro lado, de poco consuelo resulta saber que Brasil creció apenas 2.9 por ciento o que Estados Unidos lo haya hecho 1.7 por ciento. Tampoco debería servir de alivio el desempeño de la vieja Europa, donde España e Inglaterra se mantuvieron cercanas al nulo crecimiento y Portugal decreció 2.2 por ciento. Del hundimiento griego, mejor no hablar. Como quiera que se decida leerlas, las perspectivas del viejo continente ya son las de una recesión que ni Alemania podrá evadir, aunque la astuta Francia pueda por lo pronto presumir de algo menos malo.
El alcance del nuevo declive europeo es difícil de predecir. Como también lo es imaginar un pronto relevo asiático que supla con eficiencia ese bache y acelere su paso al liderazgo mundial. Los ritmos del Este son una cosa y su densidad y capacidad de mercado otras, y nos es bueno confundirlos.
Es claro que el presidente Obama lucha a brazo partido por salir al paso de las amenazas que se ciernen sobre la enclenque recuperación estadunidense, pero también lo es que en su frente interno la única novedad es la de la contumacia republicana, que no tiene más objetivo que inducir una recesión de la cual espera obtener la cabeza del presidente. Así las cosas, nuestra pertenencia al mundo real de la globalización y sus convulsiones no puede sino prometernos más años duros y peores obstáculos que los entrevistos al calor del ascenso de 2010.
Frente a estas cifras y tendencias algunos observadores optaron por hablar de la solidez
de nuestra economía, basados en el endeble argumento de que, comparados con otros, no estamos tan mal. Puede ser así en efecto, pero éste no es, en todo caso, un hit parade de las desgracias para acabar con el premio de consolación de los tontos, sino un balance desfavorable al que acompañan tendencias ominosas y es frente a ambos, el resultado observado y sus perspectivas, que el gobierno y los partidos, junto con las organizaciones empresariales y laborales deberían tomar posiciones.
El gobernador del Banco de México advirtió en días pasados que estos registros no permiten dar buenas noticias en el flanco del empleo. A tasas como las observadas y esperadas, nos dijo el gobernador Carstens, sólo puede esperarse una creación de empleos apenas superior a los 600 mil, muy por debajo del millón de jóvenes mexicanos que cada año se arriesga a entrar a un mercado laboral carente de esperanza.
La atonía registrada en las cifras agregadas, que dan piso a la macro economía nacional, se despliega así en una crisis que no espera el bautizo de los expertos: la crisis del empleo y sus inevitables secuelas sobre la vida social y las conductas de personas, familias, comunidades y regiones. El azote del desempleo que vivió el norte en 2009, no fue sucedido por panoramas auspiciosos de un mejoramiento sostenido en las condiciones de vida de la región, sino por la extensión del subempleo y hasta la renuncia de muchos jóvenes a siquiera buscar de nuevo alguna ocupación. La marginalidad resultante galopa por todo el territorio, como lo hacen la inseguridad y la criminalidad que se nutre de la desesperanza juvenil.
Lo que el Estado trae entre manos es un gigantesco déficit público, pero muy distinto del que asusta a las damas de la caridad del equilibrio fiscal. Se trata de la persistente insuficiencia de ocupación e ingreso para millones de mexicanos, que los avances en la oferta de servicios básicos como la educación o la salud no pueden subsanar, salvo en la infantil imaginación de los exegetas de la política social de cuenta chiles que se ha impuesto desde fines del siglo pasado.
Para los mortales que deambulan por el llano o la montaña, y no sólo la de Guerrero, no hay paliativo ni placebo: sin dónde trabajar ni pan para comer, la escuela o la clínica son ambulancias virtuales que no llevan a ninguna parte.