l fin, después de las varias semanas de precampaña, Josefina Vázquez Mota (JVM) salió victoriosa de la escaramuza panista. La eligió 55 por ciento de un tanto más de medio millón de votantes efectivos en toda la República. El costo de dicha campaña, en recursos invertidos, energía desplegada y tiempos otorgados por los medios, fue desproporcionado para tan poca concreción del alardeado espíritu democrático de los azules. El contraste del proceso completo respecto de la realidad presumida es notorio. No titubearon los azules en echar mano de todo el repertorio del que acusan a sus rivales: acarreo, compra de voto, coacción de autoridades sobre votantes, uso de programas sociales, urnas embarazadas, sin faltar el abierto robo y los balazos para amedrentar a los electores. Toda una epopeya con rumbo al 1º de julio.
La corta temporada, todavía en curso, ha servido de eficaz prueba clasificatoria de los precandidatos, tanto el del PRI como la del PAN. Ambos tiran un hueco rollo que, sin duda, los va a hermanar en la contienda. Ambos hilan, una tras otra, frases sin contenido. Un permanente juego de espejos. Pura escenografía para incautos que incluye fotos seleccionadas con esmero y un concurso retórico sin medida ni prudencia. Al menos Peña Nieto es algo parco dado lo esquemático de su lenguaje. JVM, en cambio, descorcha una interminable verborrea ante cualquier pregunta que se le hace. Entre más conciso o comprometedor sea el cuestionamiento que se lanza a la señora, mayor su torrente de cursilerías y adjetivos concatenados sin sustantivo alguno. El esfuerzo de los oyentes por captar, o sospechar siquiera, lo que oculta o trata de disfrazar tras la palabrería es digno de reconocimiento. El efecto de atolondramiento sobre los posibles votantes es directamente proporcional a la ausencia de precisiones.
Es entendible el desuso que hace JVM con su discurso. La preparación que ha tenido la capacita sobradamente para tal tarea. Primero por los años de su juventud dedicados a las lecciones (que incluyen su famoso libelo) y conferencias de superación personal. Después para llevar a cabo, sin contratiempos mayores pero sin logro digno de reconocimiento, su trasiego como secretaria de Desarrollo Social. Un cometido tan generoso con aquellos que lo han desempeñado como la patina que se les adhiere al convertirse en el rostro amable del gobierno en turno. Los malabarismos que tuvo a bien ejecutar como fugaz secretaria de Educación Pública en nada le adornan su trayectoria. La maestra la trajo y llevó por la calle de la amargura sin que pudiera, siquiera, rezongar abiertamente. Claro está, su jefe, el señor Calderón, al cederle a Gordillo tan crucial aparato administrativo, la maniató por doble cuerda: la que tendió el solapado yerno y la despótica de su contraparte sindical.
JVM ahora presume de dos cualidades. Una, de conocer México y, la otra, de manejar la economía en su doble vertiente, la familiar (por ser ama de casa) y la macro (por haber egresado de una facultad donde la instruyeron en los rudimentos de esa materia). Ni una tarea ni la otra son, en verdad, de la densidad como para alargarle crédito suficiente. Josefina no ha dado pruebas distinguibles de un manejo conceptual que englobe, explique y desmenuce los problemas que aquejan a México. Carece también de la visión que proviene de la experiencia al enfrentar diversas situaciones complejas y, menos aún, muestra el mínimo instrumental que, en circunstancias normales, se puede acumular en el servicio público. Es por eso que su anterior rival panista, Ernesto Cordero, la acusó de ausentista y poco leal con las tareas encomendadas como legisladora.
Lo que sí ha mostrado Vázquez Mota son los cuidados de su imagen. El vestir es impecable y apuntala a la señora respetable que lo porta. Nunca pierde la compostura y el recato. Es, Josefina, ducha para moverse en la escala burocrática, la vista puesta siempre arriba. La sonrisa de su rostro se ha congelado en un rictus para toda estación del año y presta para suavizar cualquier desaire. La usa para mitigar la gravedad de un sepelio, ante los micrófonos de la prensa, en la arenga a correligionarios, en su defensa o el contraataque. Su sonrisa va por delante. Nada le hace perderla. Ha dado pruebas fehacientes de sobrevivir a la peor contrariedad o frente al más virulento de sus reprimidos enojos. Sus alegatos son llevados hasta el grado extremo de la bondad, rayano en lo religioso. La buena intención va primero, el deber ser ante cualquier evento, apuro o como respiro ante una simple provocación.
Este conjunto escenarios no es gratuito. Ha sido cuidadosamente evaluado por los estrategas de cada aspirante: tanto por el equipo de Peña, como el de Josefina. Ambos grupos de asesores entrevén la contienda como una serie, bien instrumentada, de poses, eslóganes, buenas maneras y tribunas donde no faltarán las masas ardientes y entregadas. Y, a juzgar por las encuestas, publicadas sin recato y poca credibilidad, la disputa está ya bien encaminada por esos dos partidos y sus pulcros candidatos. La ideología justiciera, la conciencia de las imperiosas necesidades postergadas, el crecimiento con empleo y bienestar colectivos o la seguridad cimentada en el respeto a los derechos humanos, son colaterales que bien pueden esquivarse para un rutilante mañana que les espera.