U
n marido puede pasar 200 años a lado de su esposa sin jamás entender nada de su naturaleza verdadera.
Quien expresa esta frase en un arrebato de dolor y frustración a lado del cuerpo de su compañera fallecida, a la que insulta y endereza un catálogo de reproches inútiles y tardíos, es el personaje interpretado por Marlon Brando en El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972). El monólogo es memorable y para muchos un ejemplo de soberbia actuación masculina. Cuarenta años después, otro actor estadunidense de primer nivel, George Clooney, construye a su vez un personaje de marido moralmente lastimado, de frente al cuerpo inanimado de su esposa en estado de coma, todo a partir de un registro radicalmente opuesto, sin mayor lucimiento escénico, en un controladísimo perfil bajo, sin interés particular, encanto o carisma, desarticulando astutamente su propia imagen de seductor irresistible. Alexander Payne, el realizador de Las confesiones del Sr. Schmidt y Entre copas, ha logrado modificar la imagen convencional de Clooney y extraer de él uno de sus trabajos más sólidos en Los descendientes (The descendants), su quinto largometraje. El resultado es sobresaliente.
En su propósito de alterar y jugar con los mitos y clichés hollywoodenses, Payne sitúa la historia de su cinta en Hawai, un ámbito pintoresco y fotogénico, el paraíso estadunidense aquí revertido donde se desarrolla una historia de traiciones conyugales y cálculos financieros, de golpes bajos y ambiciones frustradas, cuyo protagonista central es Matt King (Clooney), el abogado exitoso que es heredero principal, a lado de sus numerosos primos, de una inmensa propiedad que él puede elegir en convertir en centro de atracción turística o bien preservar como un patrimonio familiar al abrigo de la especulación inmobiliaria. Este hombre, capaz de contrariar en un instante las ambiciones de sus familiares, se muestra en otros momentos tan impasible y gris que desespera a su hija mayor, como posiblemente también habrá impacientado a la esposa que prefirió buscar estímulos más firmes y confiables en una relación adúltera.
Luego de que la mujer de Matt sufre un accidente que le provoca daños irreparables y la precipita en un estado de coma, su marido debe recuperar penosamente el afecto de sus dos hijas frente a las que ha perdido algo de autoridad y un gran capital afectivo. La revelación por parte de la hija mayor de la infidelidad de su esposa le conduce también a investigar la identidad del rival, hasta entonces desconocido, y a preparar meticulosamente un ajuste de cuentas que naturalmente incluye a la esposa incapaz ya de respuestas.
Fuera de la dramática escena en la que Matt se desahoga en una confusión de lamentos y reproches frente al cuerpo entubado e inerte de su esposa, una escena tan absurda como patética, el personaje se muestra casi siempre inexpresivo –millonario sin lujos, hombre atractivo sin encanto, padre ausente y marido cornudo, grisura total en contraste con el entorno tropical–. Clooney interpreta de modo estupendo a este personaje contradictorio y el director refrenda aquí su capacidad para destacar las facetas más insospechadas de sus actores centrales, como antes lo hiciera con Jack Nicholson o Paul Giamatti. Pero su brillantez la refrenda en su aprovechamiento total de las figuras secundarias. En Los descendientes obtiene de la hija menor (Amara Miller) una actuación formidable, particularmente en la escena en la que ella descubre que su madre no volverá jamás a la vida. Cabe destacar también al irascible suegro de Matt (Robert Foster), quien le reprocha su mezquindad material y moral, culpándolo del accidente de su hija, ignorando todo a su vez del comportamiento adúltero de la misma, o el curioso caso de Sid (Nick Krause), novio de la hija mayor, un joven odioso, cínico e irresponsable, que paulatinamente va ganando complejidad dramática hasta integrarse casi por completo a un drama familiar al que parecía totalmente ajeno.
Pasar por alto la calidad y fineza de estas actuaciones y no entenderlas como el complemento contrastante y necesario de un Clooney en estudiado y muy logrado perfil bajo, es privarse del malicioso desempeño de un realizador en control absoluto de sus recursos narrativos. El archipiélago de islas encantadas, abiertas a la modernidad y memoriosas de un pasado vuelto reliquia pintoresca, tiene como contraparte a esta familia King que a su vez semeja un conjunto de islas a la deriva, prodigiosamente reunidas en una toma final que resume muy bien la inteligencia moral de la película.