e recorrido varios temas posibles para mi colaboración del 25 de diciembre, desde la diferencia entre la alegría y la felicidad, hasta algunos olvidos memorables que recuerdo (por ejemplo, el nombre del narrador y protagonista de América, de Kafka, o el argumento de Valiente nuevo mundo, de Aldous Huxley, ambas novelas leídas y releídas y consideradas grandes por mí).
Pero como desde la ventana acabo de ver una lluvia de hojas (de veras ocres y naranjas, de veras tapizar la calle empedrada), pensé en la actividad de barrer en calidad de una de las más útiles, y al mismo tiempo más inútiles, que yo podría enumerar, especialmente en estos últimos días del otoño y primeros del invierno de 2011.
Me pregunté qué se necesitaba para ser un buen barredor (el que observé, sonreía), y me pareció razonable contestarme que, por lo que hacía a conocimiento, no era necesario tenerlo, aunque tal vez sí lo fuera la decisión o determinación de serlo.
Seguí pensando en quien barría, y llegué a la conclusión de que, para hacer bien su tarea, tendría que tratarse o de un sabio o de una persona sin ambición. Y esto último me llevó a entrever que no ser ambicioso puede ser un rasgo de sabiduría. (Si estuve batallando ante mis notas varias horas, él estuvo varias horas barriendo la entrada de la misma casa. La lluvia de hojas cedía. Luego, recomenzaba.)
El hombre que no ambiciona ganar más dinero (o lo que él considere valioso, que puede ser amigos o lecturas) que el necesario para vivir, no es un tonto, como sí puede serlo quien ambicione más dinero (o lo que él considere valioso) del que es capaz de obtener.
La ambigüedad de estas deducciones me desanimó. Me di cuenta de que yo carecía de ánimo para definir mejor las líneas de pensamiento por las que iba. Me encontraba demasiado cansada para pensar. O estaba deprimida. Pero si el obstáculo que entorpecía mi entendimiento era atribuible a la depresión, entonces debía virar el curso de mis reflexiones y orientarlo hacia algo que no me deprimiera.
Propuesta difícil me hice, pensar en algo que no me deprimiera, pues una de mis características personales (quizás incluso de origen genético) es ser una persona deprimida, además de que, salvo para los barredores del mundo, la realidad deprime y es deprimente, sea uno depresivo o no.
Y no bien alcancé esta nueva afirmación, me induje a ilustrarla, sólo que mediante un ejemplo que tuviera carácter de irrefutable.
De modo que, porque no me puedo engañar, de inmediato recurrí a mí misma, y fui directamente tras algún hecho de veras incontrovertible en mi experiencia, aun cuando fuera de interpretación ambigua, como el que enuncié que equipara la sabiduría con la falta de ambición.
Lo cierto es que es que tengo 64 años de edad y he pasado 64 Nochebuenas en mi casa de familia. De los descendientes de mis padres, únicamente yo puedo sostener esta realidad, no porque mis hermanos sean menores que yo, pues cuando yo tuve sus años también sólo yo habría podido sostener lo mismo. He vivido fuera del país, pero la Nochebuena de esos años o de esas ocasiones en que estuve lejos de mi casa, por no decir que ella de mí, yo viajaba a donde ella se encuentra para estar dentro de ella en esta celebración, celebración, por otra parte, cuyos fundamentos, aparte de los que establecen que es una fiesta que se pasa en familia, y que yo no he cuestionado, no necesariamente secundo los otros, ni los he secundado nunca (para empezar, porque a un buen porcentaje de mi genética no le ha correspondido secundarlos). De qué manera o en qué términos me definan o califiquen estas incidencias, no lo sé.
Me pregunto, cómo puede ser que, con los atributos con los que cuento, que hablarían de alguien de mundo, y que van de las circunstancias en que me he visto, al trabajo al que me he dedicado, los viajes que he hecho, las dos parejas con quienes he vivido y la gente que he encontrado, yo siga pasando Nochebuena en mi casa de familia.
¿Significa entonces que no soy de mundo? ¿O es común lo que señalo? ¿Qué ha implicado para otros que hubieran pasado por lo mismo? ¿O por qué me ha llamado a mí la atención que éste sea mi caso?
La ambigüedad de las respuestas posibles a mis preguntas no está en que sea un hecho que he estado tantas Nochebuenas como años de vivir tengo en mi casa de familia, sino en saber cómo entenderlo, si reír o llorar, y por qué.