i alguien me hubiera propuesto como candidato a jefe de Gobierno del Distrito Federal, cosa que no sucedió, me hubiera preparado muy bien para enumerar tres libros relacionados con la ciudad de México, por si los periodistas me preguntaran (de buena fe o maliciosamente) sobre este tópico.
A varios de los precandidatos, por iniciativa propia o por haber sido propuestos o impulsados por grupos o por personajes distinguidos, los conozco y de varios soy amigo, les recomiendo que no olviden el detalle y lo hago a sabiendas de que todos leen libros y seguramente recuerdan títulos y autores, algunos de ellos, me consta, no solamente leen sino que tienen obra escrita y en uno de los casos abundante.
De cualquier modo, les comparto a ellos y a mis eventuales lectores, los libros que yo mencionaría, pensando en obras que se refieren a la capital y de posible utilidad a quien aspire a gobernar la metrópoli, a partir de entenderla y apreciarla en toda su complejidad y grandeza.
Para recordar a la gran Tenochtitlán, ciudad lacustre que estuvo aquí ubicada, los libros adecuados serían sin duda de los franciscanos Toribio de Benavente, conocido como Motolinia o Bernardino de Sahagún, o de Bernal Díaz del Castillo y para tener la visión completa, bastaría con una detenida visita a los murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional, pero esa era otra ciudad, que si bien dejó huella profunda en la cultura, en nombres de barrios y calles y en vestigios arqueológicos, lamentablemente ya no existe.
Algo parecido podría decirse de la Grandeza Mexicana, de Bernardo de Balbuena, escrita hace ya demasiado tiempo; su tema es el asombro que a un español ilustrado significó encontrarse al otro lado del Atlántico con una ciudad que nacía de los escombros de la capital azteca.
Los libros escogidos fueron escritos por autores más modernos o menos antiguos, que vivieron en esta capital y la amaron, sintieron y describieron con inteligencia y el corazón en la mano. Un libro, el primero que menciono, describe la ciudad virreinal, capital de la Nueva España, es México Viejo, de Luis González Obregón.
El segundo libro, para el conocimiento del México del siglo XIX, es de Guillermo Prieto, Musa Callejera, romancero popular cargado de ingenio, humor y perspicacia; el tercero es Días de guardar, de Carlos Monsiváis, que como nadie descubre e interpreta la presencia de las multitudes en la vida de la capital durante el siglo XX y describe acontecimientos tumultuarios de los que fue lúcido testigo.
Con estos tres libros, bien leídos, el aspirante a gobernar la ciudad más grande y hermosa del mundo tendría una amplia panorámica del mosaico que es esta capital, base de un conocimiento que tendrá que completarse por supuesto, con libros más técnicos, estadísticas, informes bien documentados y también con recorridos a pie por esta ciudad de ciudades, por el laberinto de calles y barrios, que inspiraron a Carlos Fuentes La región más transparente y antes, entre otros muchos, a Manuel Gutiérrez Nájera La novela del tranvía, logrado cuento del poeta capitalino.
La formación política se basa en la práctica, pero también en los libros leídos; los viajes, los cargos desempeñados, la formación académica sirven también, la experiencia a la que se llama no sin razón la universidad de la vida
. Nada debe despreciarse, pero la consolidación de una conciencia abierta, recta, con amplio criterio, tiene como base fundamental y firme la lectura, que no puede ser sustituida por nada.
No es requisito constitucional para ser presidente, legislador o funcionario haber leído pocos o muchos libros y está bien, en una democracia somos iguales ante la ley y todos podemos aspirar a cargos públicos sin excepción, sólo que la formación, el conocimiento, el espíritu crítico se consolidan con la lectura y tendrán que ser los votantes, quienes habrán de aquilatar esas cualidades de los candidatos.