éxico puede estar orgulloso de sus artes en el siglo XX. En plástica y música de concierto. Su poesía, rica en grandes momentos, vive en la escritura perdurable de generaciones y escuelas distintas, incluso contrapuestas. La poesía en lengua castellana había iniciado el novecientos con el pie derecho porque Darío, porque Machado, y sus primeros hijos serían Lorca, Vallejo, Borges, Villaurrutia, Neruda. Allá se abre un arco de modernidad posterior a nuestros modernistas, que de José Juan Tablada y Ramón López Velarde en adelante conoció la ebullición y la pasión creativa de los grupos y las revistas, mafias, escuelas, militancias, maldades y envidias que siempre abonan las obras buenas y las no tanto. Y en algún momento de ese universo se dio lugar, con agradecible consistencia, la escritura de Tomás Segovia.
Cuando leí la noticia Muere el poeta español Tomás Segovia
no sólo sentí pena; también sorpresa. Siempre pensé que era mexicano. Es decir, siendo exilado del franquismo, no era español como Manuel Altolaguirre, León Felipe, Juan Rejano, Luis Cernuda o el injustamente olvidado Emilio Prados. Más joven, Segovia era nuestro, y mexicana, como su prole, su poesía. A lo mejor estuve equivocado, pero creo que no. Y ya qué importa.
Reza el lugar común que fue un poeta de la sensualidad, el erotismo y el amor. Vaya que lo fue, y lo seguirá siendo. En uno de sus magníficos poemas tardíos admite que a él la vida le fue dada. Nunca necesitó engolar la voz ni ponerse celebratorio para cantar a los placeres, la belleza y las maravillas de la carne. Para hacerlo se sentía en casa en las formas breves y el poema extenso, la prosa poética, el verso blanco, el soneto.
Cuando a mediados de los años 60 se fija la foto de la tradición poética
en torno al Rey Sol –por iniciativa propia– Octavio Paz, los libros de Segovia poseen una poderosa vida autónoma. De entonces datan sus fundamentales Historias y poemas y Anagnórisis. En una poesía mexicana dada al claroscuro, la intención crítica
y la experimentación restringida, Segovia crea un territorio sólo suyo donde se hallan (y bien) la luminosa felicidad, el deseo en llamas (y no sólo la inteligencia, en la estela de Jorge Cuesta y José Gorostiza), la veneración entusiasmada y líquida de nuestra lengua.
A medio camino entre Alí Chumacero, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, y los sesenteros José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid y el no tan precoz Eduardo Lizalde, en aquella república de la poesía que troquelaría Poesía en movimiento (1966), Tomás Segovia puso su lugar en un claro de luz y allí se quedó para siempre, durando más que aquella república ida.
Conocedor del idioma y su poética, fue también uno de nuestros traductores más confiables, en particular del francés. Si uno acomete de su mano a Eliade, Derrida, Lacan, Agamben, Foucault o Jakobson, uno puede sentirse seguro. Y aún más si se trata de Ungaretti, Rilke, Breton o Wilde; sus aproximaciones (que diría Pacheco) son mucho más que aproximadas.
La luminosidad de Segovia es envidiable. Que lo dijera Paz, el gran ordenador, que no supo bien dónde ponerlo. Pocos poetas entre nosotros se han hallado
tanto con la vida que les tocó. Pocos adoraron con tal gracia a las mujeres y las cantaron con paralela emoción. Desde las canciones de Anagnórisis a los sonetos votivos
del fin de siglo, Segovia exploró el mundo en una barca enamorada.
Le gustaba habitar su tiempo. Sería de los primeros en encontrar en Internet un nuevo espacio para la poesía, y hasta pareció dispuesto a renunciar a la forma libro mucho antes de los eBooks. Volvió siempre a la España de su origen, pero su existencia latinoamericana
, y específicamente mexicana, lo potenció de un modo que no encontramos en ningún poeta peninsular de su generación. Si en España lo quieren considerar suyo, pues bienvenidos.
Su producción como ensayista y crítico tiene la sabiduría y la inteligencia del castellano profundo, y aunque menos conocidas, sus abundantes reflexiones y discernimientos inspiran la misma confianza que sus traducciones. Él sí sabe de qué habla. Políticamente libre, intelectualmente abierto, existencialmente limpio, Tomás Segovia es una estación brillante en nuestro camino literario. Su privilegio fue heredar toda la poesía de las dos orillas.
Podemos despedir a este afortunado seductor de la palabra con El viejo poeta, escrito que cierra su Poesía 1943-1997 (Fondo de Cultura Económica, 1998; volumen que, junto con la colección dedicada a él por Ediciones Sin Nombre, representa la mejor manera de seguirlo leyendo):
Y tras toda una vida soy ahora/Aquel para quien llueve cuando llueve en el mundo/A quien busca la voz en todos los rincones/Con quien quiere tener el tiempo su aventura/El que en el aire henchido/De este día de lluvia compañera/Respira el nombre entero de su vida/Con el que el mundo cada día se hace suyo
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