os datos que arrojan estudios recientes, uno del Latinobarómetro y el otro del Banco Mundial (BM) describen realidades que dejan poco espacio para la duda. La vida democrática y el crecimiento económico, aparejado con la justicia distributiva, sufrieron serias modificaciones negativas durante los últimos 16 años: un sexenio priísta y la década panista. Tales efectos se resintieron durante los últimos cinco años del desgobierno precedido por el señor Calderón. Encima, y mucho a consecuencia de ello, la violencia irrumpió con su cauda de muerte y zozobra en la cotidianidad de los ciudadanos. Ahora, el mazacote que se presenta a manera de horizonte para los mexicanos es denso y abruma hasta al más bragado y afectará, con seguridad, en las votaciones venideras.
La decisión, expresada de manera abierta y cínica por las élites mexicanas, de parar a la izquierda aun a costa de violencias o francos fraudes a la voluntad popular durante las elecciones de 2006, ha pasado facturas terribles. No fue sólo la resistencia imaginada para soportar algunas manifestaciones callejeras la derivada de tales trasgresiones. Lo grave y de enorme significado fue la profunda división social que todavía experimenta la nación. La cicatriz en el cuerpo colectivo todavía sangra. Ha dejado además huellas visibles que afectan la vida en común. Casi nadie ha quedado al margen de tan gravosas como perdurables raspaduras. Y, por lo que se observa, poco o nada de las lecciones ha sido aprendida, menos aún se ha procedido a implantar correctivos. La raigambre cultural que tolera y hasta alienta prácticas nocivas a la vida democrática y la estructura productiva subordinada a grupos monopólicos, locales o externos, continúan vigentes. En varios sentidos puede afirmarse que, lejos de mitigarse la ruptura, se ha reforzado la intentona de continuidad a ultranza. El panorama venidero, por consiguiente, no es, para nada, halagüeño.
La desilusión de los mexicanos con el sistema político, por ejemplo, es la más arraigada del subcontinente. Sólo 23 por ciento de la población se encuentra satisfecha con el funcionamiento de la democracia. El resto está insatisfecho. Y sólo 31 por ciento tiene confianza (mucha o algo) en el gobierno como ente corrector de problemas. Las desafecciones con la ley se achacan en mayor medida (61 por ciento) a los ricos del país. Es por ello que la repetición crítica de López Obrador –que tanta molestia causa–, catalogando al sistema imperante como oligarquía, ha calado tan hondo. El 22 por ciento piensa que no se gobierna en bien del pueblo. De ahí que el Movimiento de Regeneración Nacional, que él encabeza, haya ido recogiendo parte sustantiva de ese enorme caudal popular de insatisfechos. Una colectividad creciente que ha ensanchado su conciencia y lucha por una vida democrática efectiva. Y de ahí también la necesidad de insistir en que este disolvente estado de cosas, injusto y deformado a conveniencia, no es un destino inapelable, casual o un castigo de la historia. Por el contrario, es una sentencia impuesta que es posible vencer y transformar después. Y este es el papel crucial que debe jugar la izquierda: recuperar la esperanza en que un mejor mañana es posible. El reto estriba en dar cabida a esa insurgencia popular, por lo demás ya caudalosa, para que manifieste su voluntad en las urnas de 2012. Las condiciones, sobre todo económicas, de inseguridad y carencia de oportunidades que se vienen conjuntando, han instalado reactivos que actuarán, a manera de acicates, en el proceso de concientización ciudadana.
En ese terreno de lo económico, las condiciones generadas por el mediocre crecimiento tenido los últimos 16 años, según el estudio del BM, es muy pobre: apenas se alcanza una tasa anual promedio de 4.3 . Ritmo menor al obtenido por Perú (6.3 por ciento), Chile (6.5) o Brasil (7.3). Aunque hubo otras economías que lo hicieron a tasas aún mayores: India (9.2), Polonia (10.7) o China (14.9). Esta numeralia va señalando rumbos y salidas factibles. Habrá que tomarlas en cuenta para enmendar la ruta adoptada contra viento y el dolor de muchos. Los datos publicados obligan a repensar las modalidades del modelo empleado. Hay urgencia en evitar los patrones decisorios que, de continuar, llevarán, de manera ineludible, a repetir los retrasos ya experimentados. Se lleva más de década y media, según el estudio del BM, quedando cortos para aumentar el ingreso per cápita anual. En 1994 México tenía un ingreso de 4 mil 540 dólares. Era mayor al de países como Rusia (3 mil 850) o Chile (3 mil 620). Se superaba a otras naciones como la República Checa (3 mil 530) o Polonia (2 mil 450) y Hungría. En 2010, las naciones mencionadas, sobrepasan a México que ahora tiene 8 mil 930 dólares anuales, mientras Rusia ha logrado aumentar su ingreso per cápita a 9 mil 910. La República Checa llega ahora a 17 mil 890, el doble que México, pasando por Chile, con 9 mil 950, o Polonia con 12 mil 980 dólares.
A este desolador panorama habría que añadir la creciente desigualdad para completar la imagen de esta corrosiva actualidad nacional. Pero las fuerzas sistémicas insisten en continuar, hasta sus últimas definiciones y operatividad el modelo vigente. No les basta, y tampoco les importa, el caudal de miseria, desesperanza y violencia que van dejando a su paso. A la plutocracia le ha ido muy bien en el reparto del botín durante los últimos treinta años. Todos ellos gozan de sus vastos privilegios y bonanza desmedida. Y todos están dispuestos a imponer otros seis años de división, cerrar horizontes y expoliar a las masas para su personal beneficio.
Evitar la concreción de tal panorama depende de aquellos que pueden impulsar la ruta hacia la regeneración nacional con el ejercicio de su voto. No habrá medianías o búsquedas forzadas de un centro político que les atraiga. La fuerza de esa corriente reivindicadora es mayoritaria y va mostrando su destino y fuerza.