ace 163 años, por ejemplo, las masas ya estaban hasta la madre del capitalismo y por eso el fantasma del comunismo recorría Europa. Y antes de eso, hace 282 años, el afamado autor de Los viajes de Gulliver descubría y denunciaba que el modelo económico que aún nos rige era un productor nato de miserables y, retomando la estricta lógica utilitaria impuesta a la sociedad por el capital y por el mercado, propuso rescatar a los niños pobres de Irlanda –y contrarrestar, de paso, los efectos de la explosión demográfica en las urbes– con un método simple: comérselos.
En las postrimerías del siglo XIX y en los albores del XX, socialdemócratas y anarquistas auscultaban las gráficas de la economía y escudriñaban el firmamento en busca de señales para adivinar el momento preciso de la siguiente crisis, del próximo hundimiento, con el propósito de aprovecharlo para emprender la emancipación mundial de la clase trabajadora.
Pero la superación de este modelo aberrante ha resultado ser mucho más difícil y lenta de lo que esperaba; los avances suelen ser precarios, y los retrocesos, fulminantes y devastadores. Ahí tienen a Grecia, cuyos habitantes están siendo vendidos por kilo a los grandes inversionistas especuladores, o México, conducido a la guerra por la combinación de intereses de Washington, de la burguesía local delictiva y de una clase política mayoritariamente traidora y acanallada.
Éste es el contexto en el que se desarrollan las movilizaciones mundiales del momento, herederas inmediatas del altermundismo: los ocupas, los indignados, los que están hasta la madre. El descontento es generalizado, y si hace 16 décadas el fantasma del comunismo recorría Europa, hoy la exasperación es mundial y nada fantasmagórica, y no sólo se manifiesta contra la implacable lógica económica que machaca individuos y desarticula sociedades, sino también contra la esfera política, convertida en mercado por la dinámica corruptora del principio de la ganancia: la corrupción globalizada y generalizada vuelve insumo la colocación de sirvientes empresariales en posiciones de poder público e inversión el financiamiento de fuerzas parlamentarias formales.
En ese entorno, la proliferación de los rasgos faciales de Guy Fawkes en las calles del mundo, convertidos en icono universal –y fortuito– de la revuelta, en elemento articulador entre Julian Assange y jóvenes anónimos de México y Chile, es un factor de esperanza, pero también un síntoma de insuficiencia. De la cruz a la hoz y el martillo, para cambiar el mundo no basta con un símbolo, si éste no representa una fuerza social articulada. Por sí misma, la máscara de la venganza puede convertirse en victorias que sean sólo máscaras. Que alguien explique, si no, qué cambió, en el fondo, hay en Egipto tras la esperanzadora insurrección de este año, salvo que la jeta impresentable de Mubarak fue retirada de la escena pública.
La revuelta ciudadana tiene la fuerza de la prisa, pero los aparatos político-económicos tienen la fuerza de la inercia y de la paciencia. Así las cosas, y como nadie está pensando seriamente en hacer volar recintos parlamentarios, como en la inspiradora película de los hermanos Wachowski, en vez de hacerle ascos a la política (por más que los merezcan las democracias de opereta, desde Washington hasta Roma y Santiago de Chile) es necesario asumir a plenitud la dimensión política de los ciudadanos y empezar a contrarrestar la despolitización atomizante y desintegradora inducida por el capital, sus medios y sus propagandistas en amplios sectores de la población. El desafío consiste en encauzar los movimientos de protesta del momento en organizaciones políticas, no necesariamente parlamentarias ni partidistas, pero sí perdurables y sólidas, transformar la indignación en programa, y articular los muchos y variados descontentos que recorren el mundo en una propuesta planetaria de civilización que ponga las necesidades y los derechos de la gente por encima de los intereses corporativos y facciosos. Nada menos.
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