allejuelas con los muros que se alinean a sus lados enfermos de lepra, avenidas suntuosas en espera de los desfiles a la gloria de los héroes, calles anónimas donde avanzan los fantasmas en vida, senderos escondidos que esconden la fortuna de sus vecinos, bulevares alegres por donde corren escuincles y midinettes con un recado al amante de madame: algunos, muchos, de los grandes escritores, franceses y extranjeros, han descrito y narrado la geografía de París.
Nicolas Boileau, en el siglo XVII, se queja del ruido de los parisienses que distrae sus sueños. En una de sus sátiras, Les embarras de Paris, escribe: Qui frappe l’air bon Dieu de ces lugubres cris/ Est-ce donc pour veiller qu’on se couche à Paris? (¿Quién golpea el aire, Dios mío, con esos lúgubres gritos/ Es pues para velar que uno se acuesta en París?) Boileau tenía mal carácter, acaso es la razón por la cual se convirtió en el vigilante censor de los clásicos, sin embargo amigos suyos. Incluso Molière padeció la férula de sus juicios.
Los románticos, así denominados frente a los clásicos, Dumas (paso por la calle Férou donde vivió Athos), Balzac (veo la casa del marqués de Espard en Montagne Sainte-Geneviève), Víctor Hugo (me paseo en el jardín de Luxemburgo, donde se enamoraron Cosette y Marius), van a convertir en personajes vivos calles y edificios, jardines y puentes, monumentos y gárgolas, el canal de Saint-Martin, el río Sena.
Baudelaire, en Le spleen de Paris, sigue la errancia de un caminante que escapa a la soledad entre la muchedumbre que se desplaza, distinta, hacia rumbos inciertos, día y noche. Proust nos describe los barrios de París, los portones y sus secretos, sus juegos de infancia en el jardín de Tullerías, los paseos de Odette en el bosque de Boloña.
En el siglo XX, Breton convierte en protagonista a París en Nadja. Aragon rememora sus paseos por la ciudad en Le paysan de Paris. Bellefroid, del brazo con el lector, emprende caminatas en Fille de joie por las callejuelas de París, sus terrazas pobladas de clientes, la aventura de salir a los suburbios y la dicha de volver a la capital francesa. Alfonso Reyes, en sus Chroniques parisiennes, antología de sus textos periodísticos publicada en Francia con este título que prologa Octavio Paz, recorre París a solas o acompañado de amigos como Valéry Larbaud.
Este gran viajero, poeta del transiberiano, inventó una nueva manera de viajar: le bastaba quedarse en París y cambiar de hotel. De un barrio a otro, el mundo cambia. Hemingway, hace la fiesta en bares americanos de París y, con unas pinceladas precisas, describe la vida nocturna del restaurante La Coupole. Elena Poniatowska reconstruye con brío la estancia de Diego entre Montmartre y Montparnasse durante su experiencia cubista.
Pienso en ellos y tantos otros por cuyos ojos pude ver París desde México, antes de siquiera soñar vivir un día en la capital francesa. Sigo mirando todos esos personajes que pueblan novelas, cuentos, poemas, ahora iluminados por el prisma del tiempo donde se desdoblan entre las penumbras de los lugares imaginarios como ellos son y los claroscuros de la realidad donde se mueven ahora reales para siempre. Subo por el laberinto de callejones que va del Sena al bulevar Saint-Germain, me cruzo con desconocidos a quienes veo con más frecuencia que a íntimos amigos. Personajes anónimos y, al mismo tiempo, célebres sólo para los habitantes del barrio de Maubert. Me sonrío con algunos de tanto verlos. Les imagino distintas vidas a partir de su aspecto semejante todos los días. Algunos desaparecen sin que los vecinos nos demos cuenta de inmediato: la ladrona de cigarros, la condesa de los cuatro perros. Otros siguen caminando, cada uno a su hora: el ruso cantor de ríos lejanos, el clochard pintor que no pide limosna, el mendigo de la pierna amputada que se disfraza de payaso, con su nariz roja, en espera de una moneda, todos esos seres que son el alma de estas calles.