na mirada gótica. ¿Qué pueden tener en común concepciones del mundo tan disímbolas (y probablemente contradictorias) como las que produjeron Marx, Freud y Nietzsche en la apoteosis de la modernidad que fue el orden decimonónico? Si el historiador cultural se guiase por procedimientos forenses, no encontraría ninguna mesa de operaciones en la que pudiera reunir a los tres en algún plano hipotético o imaginable de inmanencia (que es, en última instancia, lo que cuenta
, es decir, de lo que se sigue contando o reflexionando en la esfera del pensamiento). Tampoco el historiador de las signaturas se vería ante una tarea sencilla. Esa renovada (o, mejor dicho, actualizada) operación que identifica en el espacio simbólico todo aquello que nos constituye a partir de las semejanzas, observaría rápidamente que sus supuestos plantean un panorama parecido al que propicia la mirada estrábica.
No en vano la idea de que el pasado del mundo moderno –el pasado más reciente, por llamarlo de alguna manera– se (nos) presenta con el mismo grado de desconexión e ilegibilidad que el más antiguo fomentó esa revaloración de la arqueología
como herramienta privilegiada para examinar la postulación misma del pasado. Y es desde esta perspectiva que la crítica a la economía política (Marx), el emplazamiento del yo (Freud) y la deconstrucción del orden moral (Nietzsche) aparecen definiendo un horizonte de anclajes conceptuales que permiten transformar la antigua duda metódica
de Descartes en un método de la sospecha
(Foucault dixit). ¿Qué es la sospecha si no una duda armada ya de una voluntad?
Se trata acaso de una mirada gótica o neogótica, convencida de que la modernidad es un orden dedicado a devorarse a sí mismo pero incapaz de enunciar la forma como se nutre de sus caídas y corrugamientos.
En un artículo que desarrolla las diferencias entre la teoría tradicional
y la teoría crítica
escrito (en 1948) entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, Max Horkeimer figuró un paralaje de esta convicción. Como Leo Strauss, como Siegfried Kracauer, vio en esas ruinas el síntoma de una vacío pasado
. Un vacío
que exigía ser auscultado convocando a todas las miradas que se habían percatado de la opacidad
que propicia la condición moderna, y que desborda toda catalagoción ideológica de lo que había sido el pensamiento crítico
. La teoría crítica nació así no como una continuación, ni como un comienzo, sino como una interrupción, una ruptura en la analítica social de la modernidad.
Desvíos del punto ciego
. Trazar la experiencia de la teoría crítica como una historia y una genealogía supondría una lectura monográfica de la cultura de Occidente en la segunda mitad del siglo XX. En México tuvo, durante la mayor parte de esa época, tan pocos y escasos adeptos como se los permitió un marxismo dogmático y cosificado. En días pasados aparecieron dos revistas que sugieren que el espectro de su recepción no sólo se ha ampliado sino, sobre todo, se ha vuelto más riguroso. Las publica 17, Instituto de Estudios Críticos (IEC), que dirige Benjamín Mayer Foulkes desde hace ya 10 años. La primera, Diecisiete, dedica su primer número a la experiencia de la fotografía producida por varios fotógrafos ciegos, y quiere propiciar el diálogo entre la teoría crítica y el sicoanálisis. La segunda, Política Común, es un foro que se propone explorar, más que la política contemporánea, los subterfugios actuales del mundo que le subyace: el mundo de lo político.
En su década de existencia el IEC se ha transformado si no (todavía) en un referente, sí en una referencia indispensable del estado actual de la teoría crítica. Cientos de alumnos han pasado por sus aulas virtuales (no es una metáfora, toda la operación pedagógica tiene su sede en soportes digitales), que hoy definen un espacio de reflexión entre la academia y los lugares en los que la sociedad concentra las labores de la crítica. Un territorio extraordinariamente difícil y complejo de ejercer, pero que se ha revelado como una franja que ha acabado por producir algunas de las formas y versiones más explosivas del pensamiento social del siglo XX. Lejos de los barruntos de la burocracia académica, la teoría crítica se propone fraguar un puente entre los saberes especializados y las prácticas discursivas de la sociedad. Walter Benjamin capitalizó y padeció las vicisitudes de este ejercicio.
La versión obliterada de la historia. Fue Benjamin precisamente el que inició, en sus Tesis sobre el concepto de la historia, la sinergia entre la crítica a la modernidad y el desmontaje de la escritura de la historia. Ninguna otra narrativa como la que propone la historia fija el centro en el que la modernidad encontró una maquinaria convincente para legitimar la escisión entre la experiencia cotidiana y la retórica de las expectativas. No es casual que uno de los discursos recurrentes de la política se finque en el sacrificio del presente en aras de un mejor
futuro.
Hoy se dice, por ejemplo, que 50 mil mexicanos han debido morir para que el país se encauce por otra historia
. Nadie debería dudar, uno se imagina, de que esa otra historia
estará signada por tal cúmulo de traumas que devendrá territorio inhabitable.
El número de la semana pasada de The Nation informa sobre una apoteosis de esta aporía. Resulta que por lo menos 60 mil veteranos de Vietnam se suicidaron en las dos décadas que siguieron al conflicto. Si aquella guerra fue anunciada como un sacrificio
para que las generaciones posteriores vivieran en un mundo mejor
, quién podía imaginar que esas generaciones deberían observar morir a las víctimas de esa promesa por propia mano.