espués de los años de contrición del gobierno del presidente De la Madrid, que parecían interminables, la sociedad mexicana se descubrió llena de gente y comunidades pobres. Al espectro de la marginalidad que el presidente Lopez Portillo reconoció como falla mayor del régimen revolucionario, se unía entonces el del empobrecimiento de vastos grupos urbanos y semirrurales que encontraron eco y liderazgo en Cuauhtémoc Cárdenas y sus compañeros del FDN. A este reclamo social y republicano quiso dar cauce y respuesta el programa nacional de Solidaridad del presidente Salinas, acosado por cargos de ilegitimidad a la vez que empeñado en una profunda reforma de mercado que apurara la entrada de México en la globalidad, que se veía entonces como única y sin opciones.
Junto con aquella vieja y nueva pobreza, la falta de real apertura para la política plural marcaba el rumbo y la agenda nacionales, que se vio agravada por la aguda crisis financiera y política que estalló al final del sexenio teñida de sangre y fuego por el levantamiento zapatista, el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la ruptura profunda en la cúpula priísta. Los senderos parecían bifurcarse sin remedio al calor de la radicalización neoliberal del presidente Zedillo.
El combate a la pobreza masiva siguió otros derroteros pero no impidió que la desigualdad fuera vista y hasta celebrada como el precio a pagar por el ingenio, la innovación o la valentía, como una virtud a reconocer en los más audaces gladiadores del mercado. Un día como estos, sin embargo, allá por el 2008, nos encontramos con que la desigualdad podía significar otra cosa: abuso de poder, frivolidad interesada de políticos y sedicentes teóricos; irresponsabilidad financiera.
Pobres y poco democráticos, gracias a la alternancia mal entendida como continuidad del privilegio, recibimos el desconcierto y el descontento universales de la crisis que ahora se trocan en irritación y hartazgo en las plazas del Sol, de Cataluña o de París. Con casi veinte por ciento de desempleo en España o diez por ciento en Estados Unidos y buena parte de Europa, resulta pueril desdeñar el grito de los indignados, tildándolo de ocurrencia juvenil, cuya desocupación, por cierto, raya el cuarenta por ciento en muchos lugares.
Aquí, donde se fragua otra vez con sangre la disputa por el poder del Estado, debido a una guerra sin brújula ni sextante, sería no sólo criminal sino un fatídico error político creer que esa es una indignación propia de la vieja Europa, que aquí no puede ocurrir, como neciamente se dijo en los albores de la llamarada del 68.
Con una geografía desgarrada por la pobreza y la migración acosada o fallida, con siete millones de jóvenes hundidos en la inocupacion, la encrucijada mexicana se ha vuelto callejón oscuro y sin salida aparente. Quizás llegó el momento de reconocer, para redescubrirnos de nuevo, que sin abatir sostenidamente la desigualdad no hay forma de dejar de ser o parecer pobres y muy pobres; mucho menos manera de presumirnos como demócratas modernos.