ste 18 de mayo se cumplió el centenario de la muerte de Gustav Mahler. Enumerar todas las razones por las que es necesario, merecido y placentero marcar esta fecha requeriría de un tiempo y un espacio del que no dispongo. Así, puesto a elegir lo más relevante de la música de Mahler, me quedo a título personal con aquella cualidad que en mi opinión la hace fascinante, emotiva e indispensable: se trata de una música de muy alto contraste, caracterizada sobre todo por una expresividad multipolar que por momentos raya en lo hermético.
En noviembre de 1907, Mahler tuvo un legendario encuentro con su colega, el genial compositor finlandés Jean Sibelius. Durante un parsimonioso paseo por Helsinki, discutieron sobre la esencia de la sinfonía. Sibelius sostenía que lo importante de un discurso sinfónico era la severidad de su lógica y las conexiones internas entre sus materiales. Mahler, contradiciendo a su ilustre colega, sostenía que una sinfonía debía ser como el mundo, debía contenerlo todo. Lo admirable del asunto es que ambos cumplieron cabalmente sus metas en sus respectivas producciones sinfónicas.
Mahler, consciente del complejo e incomprendido universo musical que estaba creando, vaticinó que su tiempo, tarde o temprano, habría de llegar.
En la música de Mahler conviven las sonoridades más enrarecidas y refinadas con las más vulgares explosiones sonoras; las cimas de un esperanzado éxtasis trascendente con las simas de un insondable fatalismo apocalíptico; las más tiernas escenas bucólicas con las más desgarradoras procesiones fúnebres; los más sencillos deseos de un niño inocente con los más inescrutables anhelos filosóficos de un hombre atormentado.
En todo caso, lo importante para el melómano no es necesariamente descifrar o conciliar las contradicciones de la música de Mahler, tarea prácticamente imposible. Lo esencial es sumergirse en su incomparable mundo sonoro con los oídos bien abiertos y el alma receptiva, y dejarse avasallar, sobrecoger, vapulear, elevar, despeñar, conmover, desgarrar y horrorizar por esas delirantes sinfonías-mundo que, en efecto, parecen contenerlo todo. Es por ello que, con o sin conmemoración de por medio, es necesario acercarse una y otra vez a la música de Mahler en vivo, experiencia sonora y espiritual incomparable.
Otra buena forma de recordar y celebrar a Mahler es a través de los enfoques particulares que algunos cineastas han dedicado (más) a su vida y (menos) a su obra: Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971); Mahler (Ken Russell, 1974); La novia del viento (Bruce Beresford, 2001); Mahler en el diván (Félix y Percy Adlon, 2010)
Por lo pronto, en nuestro entorno musical se están llevando a cabo conmemoraciones puntuales (algunas muy sistemáticas, otras más aleatorias) de la efeméride. Este verano, la Orquesta Sinfónica de Minería interpretará las últimas cinco sinfonías de su catálogo (incluyendo la versión terminada por Deryck Cooke de la inconclusa Décima) para completar el ciclo que inició en 2010, y la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma de Nuevo León acaba de interpretar la Segunda sinfonía, como parte de su proyecto de presentarlas todas, a razón de una por temporada.
En cuanto a la posibilidad de sugerir a algunos destacados directores de orquesta a través de los cuales acercarse al portentoso mundo sonoro de Mahler, la tarea no es fácil debido a la abundancia de buenas grabaciones que hay actualmente en el mercado. En lo personal, me inclinaría por Leonard Bernstein y Bernard Haitink, dos de los mahlerianos más asiduos y comprometidos, portadores de visiones distintas pero complementarias de esta singular música.
Y no saldría sobrando asomarse al trabajo de Gustavo Dudamel, quien a su temprana edad ya ha abordado con autoridad y pasión algunas de las complejas y sofisticadas sinfonías del compositor austriaco. Las batutas de ellos tres, como las de muchos otros (y otras) por todo el mundo, son como las manecillas de un enorme, sonoro reloj musical que indica que, en efecto, el tiempo de Gustav Mahler ya llegó. Que permanezca largamente.