verte las manos, qué traes ai. El guardia se interpone entre la niña y el fin de la escalera de caracol y granito. Ella, sobresaltada, se detiene y retrocede un escalón. Él es un vigilante, se le nota a leguas, aunque no lleve ningún uniforme, ni siquiera de guarura. Hasta una niña como ella. Digo, la escuadra enfundada sobre el costado, o digo, basta verle la cara. Pero Raquelito es de las que no se espantan, y eso que sinceramente no creo que estos días haya en el país nada más frágil y sagrado que una niña de 12 años. Sobre todo por el riesgo que corren, por su inocencia sobre todo. Ya ven cuántos casos hasta salen en las noticias.
No traigo nada señor, mire. Se saca de los bolsillos de su chamarrita de capucha primero una mano, luego la otra, y las gira con gracia ante la cara adusta y hostil del señor.
A ver, sácate las dos a la vez y ponlas en alto, dice el hombre, como ofendido de que le pudieran tomar el pelo. Raquelito lo piensa unos instantes, y al fin las saca juntas, con cara de ¿ya ves?, nada por aquí, nada por acá.
Por alguna oscura razón la mocosa lo está molestando. Tal vez lo ofende que no le tenga miedo. Debería. Ven acá, te voy a tener que aplicar los reactivos.
Raquelito pone cara de ¿los qué? Si este pasillo es franco siempre, de cuándo acá. Apenas vino la semana pasada y no había nada de guardia ni a verte las manos. Su papá vive al final del pasillo. A tres puertas de la escalera otro guardia, con audífono al oído, se aburre unos pasos antes del 403, el depa de la nueva novia de su jefe, donde este lunes lo está agarrando la mañana. Se ha de haber quedado dormido, anda enculado el patrón, pues. Ahora bien, ni modo que el guardaespaldas no supiera manejar la situación imprevista de una niña queriendo atravesar el perímetro.
Raquelito es como esos personajes de las nuevas novelas juveniles (algunas llevadas al cine) que no le temen a nada, ni se lo piensan, nunca se detienen y después de penurias y golpes de suerte terminan en el Ártico montando osos polares, en un barco nuclear reventando monstruos o volando sobre las catedrales detrás de un dragón ya casi derrotado. Raquelito, como todos los niños que transitan enganchados a los juegos electrónicos en sus diversos gadgets y terminales, está acostumbrada a las metamorfosis. Se le hacen lo más normal. Duda en qué convertirse, si en hada, reptil, o hacerse invisible. Aguanta, a ver qué pasa.
El hombre le jala una mano y le pasa una toallita húmeda con algún reactivo. Luego la otra. ¿Para qué?, quiere saber ella. Y él, mecánicamente: detector de explosivos y drogas. Ay, exclama Raquelito regocijada, igual que en el aeropuerto. Sí, supongo, concede el guardia. La niña viene limpia, ¿pero qué la hace tan temeraria? Él podría golpearla, matarla, violarla. Lo ha hecho; en circunstancias diferentes, claro. Pero sería capaz. Su compañero pasillo adentro le hace una seña, y por el microfonito sopla, ¿qué novedad?
Ninguna. Inquilina no registrada. En orden, dice al micro el hombre que interceptó a la niña. Resulta que trae uno, bien disimulado. Gira atrás su brazo como puerta abriéndose y se hace a un lado. Raquelito pasa, enseguida se detiene, da media vuelta y lo encara otra vez. Oiga, y usted, ¿cómo se llama? Malora chiquilla, bien que se da cuenta de que lo pone nervioso, de que quiere deshacerse de ella. Qué te importa piensa él contestarle, anda ya vete escuincla dice en cambio.
Ella, en uniforme de deportes, pero con la chamarrita apastelada como de cómic japonés, que no se quita ni para dormir, y su mochila violeta al hombro, da la espalda al matón y se aleja por el pasillo. Pasa frente al segundo guardia, buenos días, y éste responde igual. Raquelito ríe por dentro. Golpea en la puerta del 414, la última a la izquierda. Su papá abre, todavía en piyama, sonriente de verla. Ella nomás entra al departamento, avienta por ahí su mochila, se tira en la desvencijada mecedora nicaragüense y dice papi, ora sí que qué vecinitos te conseguiste. El papá asoma por la puerta, aún despeinado por la almohada, mira en la distancia a los dos guardias, se rasca la cabeza y cierra la puerta.
La morocha del 403 que te gustaba, ya te la ganó uno de la maña, se burla Raquelito con su risa cristalina, la condenada. No son la maña, creo, dice el papá. Es funcionario. Según que trata de ser discreto. Chale pa, se queja la niña.
Y nunca dije que me gustara la vecina, repela. De dónde sacas. Ella abre los brazos y grandes los ojos, hace una o
en la boca y dice oobvio papá, no necesitabas decirlo. Había de verte cómo la mirabas.
Y un seco ja
, dando a entender qué cara tan dura tienes. De inmediato se incorpora y se pone a recoger las latas de cerveza y los ceniceros para vaciarlos. Papá, eres un cochino. Tuve gente, se justifica él, regañado, jugando a invertir papeles. Ah, Raquelito. Es también por ese modo suyo que todos la queremos tanto. Ni modo que no.