n cualquier sistema constitucional con verdadera división de poderes, el Legislativo y el Ejecutivo son dos poderes no sólo autónomos en sus funciones y en su cometido, sino y sobre todo, iguales. Ninguno de ellos puede considerarse por debajo o por encima del otro. Bien delimitadas sus atribuciones y deberes, cada uno debe esperar a que el otro entre en funciones y haga lo que le corresponde, por ejemplo, en la elaboración, aprobación y promulgación de las leyes. Ni el Ejecutivo debe imponer sus intereses ni sus designios al Legislativo ni, tampoco, el Legislativo debe comportarse como si el Ejecutivo fuera un dependiente al que se le puede negar todo o hacerlo esperar sin límites en la toma de una decisión.
Tal y como están diseñados, hoy en día, en nuestra Carta Magna, los dos poderes podrían funcionar sin problemas, si cada uno hiciera exactamente lo que la Constitución le da como facultades y obligaciones. No es así y eso depende de muchas circunstancias que vienen a enturbiar continuamente la relación entre ambos. Lo que hoy tenemos es un juego absurdo e interminable de exigencias y reclamos que no tienen ningún fundamento ni en las leyes ni en los consensos que deben darse entre los dos.
Una Presidencia que no tiene una política parlamentaria cierta y que no sabe cabildear o tratar con los diferentes grupos parlamentarios está incapacitada, por principio, para hacer aprobar sus iniciativas. Calderón sólo ha mostrado que no entiende el rol que el Congreso desempeña en nuestra vida política institucional. Su política se define como un vil enjuague entre facciones (ver, por ejemplo, si los priístas pueden estar de acuerdo con una propuesta o, bien, si la mayoría senatorial panista puede formar un marco de aceptación que le permita pasar sus iniciativas). Las propuestas de Calderón, la mayoría de las veces, se estancan en comisiones y no pasan, aun cuando parece que todos están de acuerdo y las propias iniciativas podrán salir sin problemas.
El Congreso, por su lado, no es un comité de notables que piensan igual y que fácilmente se pueden poner de acuerdo. Es un organismo extremadamente plural no sólo por sus diferentes bancadas, sino porque, incluso, dentro de cada bancada hay pluralidad. No es como el Ejecutivo, en el que todas sus decisiones son de una sola persona. El Congreso es, por naturaleza, deliberativo o, por lo menos, debe aparentarlo (eso era cierto, incluso, cuando un solo partido, el PRI, dominaba en todo el campo). Eso habla de la propia autoridad del Parlamento. Es un órgano de discusión y, si las cosas se aprueban automáticamente, pierde su autoridad y también el respeto que se le debe.
Los mandatarios panistas no aprecian esas cosas. No saben nada de ellas y se irritan y se enojan cuando sus propuestas no son aprobadas o son enviadas a las calendas griegas. Entonces se la pasan acusando a los congresistas porque es imposible seguirles la pista. Fox decía que eran una bola de grillos (en lo que no le faltaba razón) y Calderón se la pasa identificando a los responsables de que sus iniciativas se vayan a la congeladora. ¡Con ese Congreso no se puede hacer nada! Es su conclusión, tan simplista como idiota. Las famosas iniciativas preferentes
(que deben ser aprobadas o rechazadas por fuerza en cada periodo de sesiones) tienen un futuro más que predecible: nunca van a ser aprobadas, si lo son, como son presentadas y siempre saldrán sólo retazos de lo que contenían originalmente. Eso es lo que va a conseguir Calderón.
Ya es un deporte nacional estar denigrando y denostando nuestras instituciones políticas, en primer lugar, el Congreso y los partidos políticos. ¡Todos ellos son una mierda! ¿Quién lo podría negar? ¿Quién gastaría tinta o saliva poniéndose a defenderlos? El problema es que no ha nacido todavía el guapo que nos diga con qué podemos sustituir esas instituciones. Respecto al Congreso, abundan las ideas sobre su reducción (300 o, cuando mucho, 400 diputados y no más de 64 senadores, dos por cada entidad federativa). ¿Por qué el tamaño es un problema? ¡Ah! Porque sale muy caro. Siempre se habla de los sueldazos de los legisladores y las enormes partidas que tienen para sus actividades que no siempre son estrictamente de carácter legislativo.
Está bien. Yo no estoy de acuerdo en que se derroche el dinero de esa manera. Cuando yo fui diputado, me tocó la Cámara más pobre de la segunda mitad del siglo XX. Las cosas, me consta, eran muy difíciles para nosotros. Deberíamos volver en todos los aspectos a la austeridad republicana pregonada por don Benito Juárez. Pero basta ver las nóminas de los diferentes departamentos del Ejecutivo para darse cuenta de que es injusto que a los legisladores se les reprochen sus gastos excesivos cuando no hay punto de comparación con el insultante derroche del que hacen gala las oficinas del gobierno (y con los panistas, peor).
Algo que los gobiernos panistas no acabaron nunca de aprender fue que sus deseos no los pueden convertir en leyes el Legislativo. Cada ley, con toda la majestad de que la enviste su obligatoriedad en la vida social, es, ante todo, un acuerdo de voluntades, las de los legisladores que representan a la sociedad (justo por eso son obligatorias). Hacer leyes implica, ante todo, ponerse de acuerdo y hacer de cada ley un acuerdo. Para lograr que una iniciativa del Ejecutivo sea aprobada, se debe convencer a los legisladores. Los panistas los denigran, incluso antes de que ellos puedan discutir sus iniciativas. No buscan convencerlos. En el futuro, debe quedar claro para cualquier individuo que llegue a ser presidente de la República que para que una propuesta suya sea aprobada por el Congreso debe convencer antes a sus integrantes. No hay otro modo.
Un gobierno que no tiene una política parlamentaria (de cabildeo y convencimiento) es un gobierno baldado, porque a la postre se quedará sin leyes con las cuales gobernar. Eso también es muy difícil que lo entiendan los panistas, porque son unos derechistas impenitentes. ¿De qué le van a servir a Calderón sus iniciativas preferentes (en caso de que se aprueben). De nada si sigue en su impericia en el trato con el Legislativo. Podría taleguear a los legisladores y lanzarles buenos cañonazos en pesos o también en dólares; pero eso le serviría de poco, porque un taleguero se vende siempre al mejor postor. Lo mejor y más adecuado sería que los convenciera con los mejores argumentos y con las mejores opciones. En eso es un inepto.
Para terminar, debo decir que muchos piensan que las candidaturas independientes son el remedio para limpiar nuestro entramado electoral y nuestro sistema de partidos. Yo invito a mis lectores a leer y analizar el magnífico artículo que publicó en Reforma, el pasado jueves 5, José Woldemberg sobre ese tema. Lo esencial de sus planteamientos se resume diciendo que cualquier candidatura independiente que tenga ciertos visos de éxito tendrá que convertirse, por la vía de los hechos, en un aparato formidable con mucho dinero que, desafortunadamente, nadie podrá saber de dónde viene ni en qué se invierte y que dará ocasión a los poderosos para imponer sus intereses.