l Partido de los Verdaderos Finlandeses ha obtenido 19 por ciento en los comicios para formar el parlamento de Helsinki. Un resultado histórico e inusitado. Nunca había superado 7 por ciento. Es una formación de extrema derecha que impugna el aborto, promueve el odio contra los migrantes y se opone a que la comunidad europea provea asistencia económica a lo que llama países prescindibles
: Portugal, España, Grecia e Irlanda. El reportaje en Der Spiegel es lacónico, pero no puede ocultar la preocupación.
Hasta ahora, Finlandia había sido una suerte de miembro modelo de la Unión Europea. Si algo se sabía de este alejado país era de sus exitosas compañías exportadoras, sus originales políticas sociales y sus excelentes escuelas básicas, que preparan a los mejores alumnos del continente. Y, en cierta manera, es una ironía que precisamente aquí, en esta parte de Europa que se vanagloriaba de ser tan eminentemente europea, el euroescepticismo haya cobrado tanta popularidad. El problema, para Bruselas y el Parlamento Europeo, es que no están solos. La Liga del Norte en Italia y el Frente Nacional en Francia propagandizan también la idea de que finalmente es el euro (y los compromisos que lo respaldan) el responsable de que las cosas anden mal en buena parte de la economía del viejo continente.
Siempre se puede decir que se trata de partidos menores
(aunque cada vez menos marginales), pero lo evidente es que sus votantes provienen del centro-derecha, y con ello han empezado a mover a las formaciones políticas mayores de esta franja, que no quiere perder su electorado, hacia la retórica del europesimismo. La sola presencia de los Verdaderos Finlandeses en la coalición de gobierno, si es que logran abrirse paso hacia ella, representa un reto casi inmediato para la Unión. Las decisiones de este año destinadas al financiamiento de Irlanda y los países mediterráneos sólo pueden entrar en vigor si las 17 naciones que conforman la asamblea votan unánimemente en su favor. Finlandia podría ser la excepción. Hay, obviamente, muchas maneras de recabar lo que los finlandeses aportan al fondo europeo de estabilización económica. Pero el veto finlandés sería una primera derrota moral
del espíritu de la Unión
, según las palabras de su presidente actual. Es decir, una derrota que abriría paso al populismo de derecha europeo.
Hay una pregunta que precede al intento de explicar el creciente antiunionismo de sectores cada vez más amplios de la población. ¿Cómo es que ha sido la derecha y no la izquierda (en sus más disímbolas corrientes) la que ha capitalizado las consecuencias de la crisis social y económica que estalló desde 2008? En rigor, se trata de una conmoción que, hipotéticamente, debería hacer de las banderas de la izquierda la oferta más seductora para hacer frente a la situación. Pero en principio, sólo resta un país europeo en el que quedan los vestigios de una política socialdemocrática en el gobierno: España. Pero son vestigios ya tan deslavados que difícilmente pueden ser asociados al auge de la socialdemocracia de principios de los años 90.
Para la derecha no ha sido difícil convertir a los más débiles en los chivos expiatorios de la situación actual. Sobre todo si los más débiles son, en la escena nacional, los inmigrantes sobre los que ha recaído una nueva polarización política, y en términos europeos, los países mediterráneos e Irlanda que aparecen hoy como cargas financieras
que debe soportar el bienestar de la Unión. Lo más fácil es encontrar en el otro
las causas de las disfunciones de un sistema completo. Pero también habría que empezar a reflexionar si el paradigma socialdemócrata no ha llegado en cierta manera a su fin. Hoy, por ejemplo, hablar de Estado social resulta más incomprensible que nunca, y sin embargo las políticas sociales son más necesarias que en los años de auge y empleo. Durante décadas escuchamos que el Estado se había convertido en una traba
para el desarrollo del mercado, las inversiones y la competencia. Pero a la hora de la debacle, todos han huido para refugiarse en los rescates
que sólo el Estado es capaz de organizar.
La izquierda europea tendrá que transitar por una profunda reflexión: repensar lo público, lo social y lo civil radicalmente, y aceptar que el continente se ha transformado en una sociedad multicolor, plurirreligiosa y cada vez más intercultural, fenómeno que el viejo Occidente simplemente desconocía. Sólo así podrá ofrecer soluciones tan profundas como radical es la retórica de la nueva derecha populista.