a visita de Felipe Calderón al Vaticano, para asistir a la beatificación de Juan Pablo II, configura el mayor de los atropellos a un laicismo que, formalmente, es fundamento definitorio de nuestro Estado. Viola flagrantemente la Constitución y la Ley de Asociaciones Religiosas que de ella emana. Pero los agravios al Estado laico comenzaron el día mismo en que la derecha, en la persona de Vicente Fox, asumió la Presidencia de la República y han continuado, acrecentados, desde que Calderón fue impuesto por las fuerzas combinadas del conservadurismo.
Si las constituciones vertebran a un país, entonces los documentos de 1857 y 1917 establecieron que la laicidad es consustancial al Estado en México, y no por accidente: al menos dos guerras civiles que desgarraron a la sociedad produjeron un consenso en el sentido de que el laicismo estatal es la mejor garantía para la convivencia y el respeto a los distintos credos y filosofías, incluida la religión católica. Y no olvidemos que la Cámara de Diputados aprobó en febrero de 2010 una reforma al artículo 40 de la Constitución que establece la laicidad como característica esencial de la República. La reforma aguarda ahora la aprobación del Senado. A quien no le guste ese estado de cosas no le queda más que promover una nueva reforma o ¿acaso una nueva guerra civil?
Sucede que la vieja derecha mexicana nunca aceptó los grandes consensos nacionales. Agazapada, esperó la ocasión histórica para tratar de volver a imponer sus dogmas, cosa que el país ya padeció durante los 300 años de la colonia; siglos durante los cuales el territorio y las etnias autóctonas estuvieron bajo la dominación de un reino y una religión extranjeros. Calderón proviene de esa derecha, aunque no ose decir que se opone a la tradición liberal, juarista que fundó al México moderno. Por supuesto, él tiene derecho a creer lo que desee: los liberales sí afirmamos tal libertad. (Cada quien tiene convicciones religiosas o filosóficas acordes con la información y el desarrollo intelectual que posee). Pero en la medida en que se ostenta como presidente de la República no tiene derecho alguno para acudir a Roma –no como individuo, sino en representación de la nación–, dado que ningún jefe de Estado puede despojarse de esa condición en momento alguno de su gestión. Alguien que se presume presidente tendría que representar a todo el país y no sólo a los católicos, aunque éstos sean mayoría. La representación y protección de las minorías es esencial en cualquier definición moderna de democracia. Al acudir al Vaticano, Calderón no representa a los varios millones de mexicanos que practican otros cultos o a aquellos que, como el de la voz, no profesamos religión alguna, pero también somos mexicanos. En realidad va a Roma como (pobre, puesto que ha habido mejores) representante de la reacción mexicana. Como Gutiérrez Estrada acudió a Miramar: en representación de la antipatria. Los cangrejos del siglo XIX han asaltado el poder en el XXI.
Si, como muchos pensamos, Juárez define los parámetros de la mexicanidad, recordemos un pasaje de su vida. En 1857 se negó a asistir, en su calidad de gobernador de Oaxaca, a un Te Deum oficiado en su honor porque “…los gobernantes de la sociedad civil no deben asistir como tales a ninguna ceremonia eclesiástica… porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente ese deber si fueran sectarios de alguna”. El prócer escribía lo anterior a pesar de que fue creyente durante toda su vida (¿qué otra cosa podría haber sido con los conocimientos disponibles en su época?). Extraordinarias palabras en pleno siglo XIX, cuando más de 99 por ciento de los mexicanos eran católicos y el poderío de la Iglesia sofocaba todos los ámbitos de la vida nacional, a diferencia de hoy, que el porcentaje descendente de católicos es de 83 por ciento.
No es posible soslayar, aunque el tema merezca tratamiento aparte, los aspectos oscuros del personaje objeto de la devoción calderoniana. En contradicción con lo que difunden abrumadoramente las principales televisoras falseando los hechos, su oposición a todas las políticas sociales concebidas para aminorar el sufrimiento –el uso del condón para fines de salud pública, la prevención del nacimiento de hijos no deseados y destinados a la desgracia, la autoridad de la mujer sobre su cuerpo, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la eutanasia– se tradujo en un incremento del dolor humano. Sólo un ejemplo: ¿cuánto sufrimiento físico intolerable hubiera podido evitarse de no ser por prejuicios papales contra la eutanasia? También resulta inmoral no recordar que Juan Pablo II y Joseph Ratzinger contribuyeron durante décadas al encubrimiento de la pedofilia y la drogadicción del delincuente Marcial Maciel. En los hechos, el trayecto vital de Karol Wojtyla contribuyó a incrementar el sufrimiento humano, especialmente en África y América Latina.
En vez de arrogarse la representación nacional en un acto litúrgico, y ante la gravedad de la crisis social, política y moral, Calderón debería preocuparse por demostrarnos que ganó limpiamente la elección de 2006 y que ese supuesto triunfo fue para bien, lo que millones de ciudadanos negamos. Por mucho que rece y aunque se flagelara, no obtendrá el milagro de resolver su ilegitimidad política de origen.