Passio Mexicana
a comenzaron las penitencias y vienen las escenificaciones de la Pasión, una historia de traición, injusticia, arbitrariedad, tortura, humillación y sacrificios humanos. Si los que urdieron el acuerdo de autocensura de la Iniciativa México tuvieran una pizca de coherencia, también habrían debido recomendar a su rebaño no difundir esa salvajada: tundir, espinar y flagelar a tres pobres tipos; obligarlos a cargar, Gólgota arriba, los pesados tablones en los que luego serán clavados; escupirlos y escarmentarlos en el trayecto; dejar que se retuerzan un rato y, luego, romperles las piernas a palos o perforarles el costillar, sin omitir, claro, el meterle en la boca una esponja empapada en vinagre a ese de los tres que, agonizante, pide un poco de agua.
Uno se pregunta si la extremada violencia física y sicológica exhibida en el Viacrucis puede ser edificante para alguien; al menos, si se juzga a posteriori de más de dos mil años, y a la vista de lo que ocurre en México en este complicado 2011, no ha sido de gran utilidad para redimir, y ni siquiera para escarmentar. Gracias a la ley de la máxima ambición, a la degradación moral intrínseca al neoliberalismo y a la monumental irresponsabilidad del gobierno, el amor del cuchillo a la carne
está más desatado que nunca, y los agentes de la violencia enloquecida superan en crueldad, y por mucho, a los centuriones romanos y a la chusma linchadora de Jerusalén. Eso vale para delincuentes que exterminan a sus rivales, para militares y policías que liquidan sin mayor trámite a presuntos culpables, para grupos paramilitares con dominio territorial que masacran a sujetos reducidos de súbito a la condición de esclavos, y para la perversión, el nerviosismo o la simple lógica de exterminio de cualquiera de los bandos ante simple gente que pasa por allí.
A ver qué hacemos con esta diferencia: al menos los mártires del Calvario cumplían con el destino que ellos mismos se forjaron: el más importante de los tres conocía de antemano las consecuencias que habría de acarrearle su intento salvífico universal, en tanto los ladrones –el bueno y el malo– estarían al tanto, supone uno, de las reglas de la época. Pero buena parte de los muertos en este México actual no tiraron los dados sobre el código ni se jugaban castigo alguno. En un país alfombrado de cabezas y de miembros cercenados, tal vez sea excesiva la promesa exhibida en anuncios espectaculares: para vivir mejor
; es razonable suponer, en cambio, que los 40 mil difuntos que llevamos quisieran, simplemente, sobrevivir.
Como los migrantes –mexicanos y extranjeros– asesinados en San Fernando. Como Juan Francisco Sicilia. Como las mujeres de Ciudad Juárez y del estado de México. Como los integrantes caídos de la familia Reyes. Como la comunidad de Petatlán, agraviada con el asesinato de Javier Torres Cruz, quien llevaba años de ser hostigado por el Ejército y por el cacique local. Como los trabajadores michoacanos que iban de vacaciones a Acapulco y fueron asesinados en masa. Como los albañiles cuyos cuerpos aparecieron apilados en La Marquesa. Como los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, ultimados a granadazos en un retén militar. Como los campesinos de Durango que no tienen más remedio que dejarse reclutar por el narco. Como los desaparecidos de Coahuila y Tamaulipas. Como la muchacha de Angostura, Sinaloa, asesinada por un grupo armado y deseoso de echar bala que irrumpió en el pueblo el lunes por la noche. Como los estudiantes del Tec de Monterrey Jorge Antonio Mercado y Javier Francisco Arredondo, acribillados por militares y calumniados de manera póstuma por el gobierno. Como los chavos de Villas de Salvárcar. Como el médico regiomontano Jorge Otilio Cantú, asesinado de 45 balazos por uniformados que lo confundieron con un delincuente. Como los cinco muchachos de Ciudad Juárez que tuvieron un incidente menor con la policía municipal y fueron, por ello, secuestrados, torturados, eliminados y enterrados al borde de un camino...
Ya son muchas las personas que empiezan a preguntarse si estos crucificados en total inocencia no conforman ya la mayoría de los muertos y si no es esta guerra una operación mucho más vasta y perversa que el simple deseo de ganar autoridad por medio de una matazón tan impresionante como la que se vive y en la que, obligadamente, la primera víctima mortal es la línea que distingue a los buenos de los malos. O será que el incluir una generosa porción de los primeros entre la cosecha de muertes forma parte del plan, porque alguien quiere empeorar las cosas para luego presentarse como el único dueño de las soluciones.
Desde luego, en esta suerte de Pasión colectiva, nacional y enloquecida, están representados, además de los inocentes, el ladrón bueno y el ladrón malo. Cómo no pensar en los motivos de Dimas cuando se mira el país desde los ojos de los campesinos de la sierra de Durango; en los chavos desempleados de toda la franja fronteriza; en las chavas que nacen, crecen y mueren, antes de reproducirse, en entornos delictivos por tradición; en los incontables habitantes de las ciudades reducidos a la condición de lumpenciudadanos por la política económica depredadora y corrupta. Además de esos cientos de miles o millones de delincuentes involuntarios hay los que, teniendo plena capacidad de decisión, optaron por el crimen (aunque esos suelen medrar en las oficinas empresariales y gubernamentales y casi nunca salen en la foto de los detenidos) y los que, en el camino, le agarraron gusto al sufrimiento ajeno y a la destrucción de los otros. No sería de extrañar, cuando, como lo expresa Javier Sicilia, los encargados de preservar la paz sólo tienen imaginación para la violencia.
Están presentes en el escenario, también, los Anases, Caifases, Barrabases, Herodes y Pilatos contemporáneos, varios sanedrines agusanados y un aguamanil en cada podio con micrófonos y en cada set de televisión para que los autores intelectuales de la carnicería y los responsables políticos de la guerra digan en tono solemne: Yo no fui
.
El que no aparece por ningún lado es el crucificado de en medio. Puede ser que no haya existido nunca, o bien que existió y que encontró la muerte definitiva en el Gólgota, hace cosa de dos mil años. Tal vez se hartó de contemplar la repetición inútil y disparatada de su gesta y se fue a otra parte, o le ofendió el uso y el abuso del libreto por los mercaderes del templo, o se sacó de onda al comprobar cuánto ha progresado la crueldad en un par de milenios, porque, la verdad, la práctica de la crucifixión resulta hasta ingenua si se le compara con las decapitaciones, los descuartizamientos, las disoluciones en ácido y, último grito de la moda, el desollamiento. O bien el Hijo del Hombre anda por ahí, pero no está al tanto. Si así fuera, habría que pedirle a Felipe Calderón, católico practicante que, por lo mismo, acaso esté en contacto con Jesucristo, que asuma las consecuencias y vaya y le diga, ni modo, con la pena, que su sacrificio no sirvió para maldita la cosa.
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