loqueaba un poco la entrada a la galería, pero mi interlocutora exigía toda mi atención mientras me contaba de su hermana enferma, y no advertía mis intentos para que, sin abandonar nuestra comunicación, nos adentráramos al interior de la sala y liberáramos el paso, pues un hombre de mediana edad, parado en la acera, me sonreía con insistencia, él también parecía exigir, más que sólo esperar, que mi amiga y yo nos hiciéramos a un lado y lo dejáramos entrar. Tironeada entre dos exigencias, escuchaba los problemas de Tata, acostumbrada a su independencia de soltera, a quien desencajaba el papel de anfitriona, aún de un familiar muy querido aparte de muy famoso, pues se trataba de la soprano mundial Talytal. Cada quien su espacio
, me decía, deseosa de que la convaleciente se recuperara y la dejara a ella en la paz de su cotidianidad.
El hombre al que sin querer le impedíamos acceso a la exposición por fin se acercó impaciente hacia mí, exasperado ante mi impasibilidad. Pero, si me eché para atrás, no fue que cediera a su desesperación como que huía de su aspecto, que era más el de asistente de Alguien que el de Invitado a la inauguración de pintura en la que nos encontrábamos. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que no estaba recién lavada y planchada y, además, cargaba bolsas de las que asomaba la compra del mercado. Podía ser que de origen fuera robusto, vigoroso y corpulento, pero, por una intuición que no habría podido explicar, a mí me dio la impresión de ser alguien que en su infancia y juventud hubiera sufrido tanto por una constitución enclenque, que con toda intención se hubiera entregado al atletismo para superar aquel trauma, un poeta devenido en salvavidas, aunque de una playa menor.
Ya no me reconoces
, me reclamó directamente; soy Arnulfo Soler
, se identificó, a la vez que dejaba posar su cargamento sobre el piso, ya dentro del bullicioso local atiborrado de gente. ¡Arnulfo!
, exclamé y, con intención de disculparme, añadí, ¡Cómo te iba a reconocer, si eres otro! La última vez que te vi eras delgado y propio
.
Bueno, habían pasado algunas décadas, ¿por qué no iba a cambiar Arnulfo, como cambiamos todos? Pero, ¿y yo? ¡Él sí me había reconocido a mí! Contenta, casi orgullosa, como quien por lo menos no envejece y se embarnece al grado de cambiar de identidad, celebré el encuentro con Arnulfo y, tras presentarlo a Tata, que no sé si agradeció la interrupcióón de nuestro tête à tête, pregunté a Arnulfo por el desenlace de cada uno de los cabos sueltos de su vida, con los que me quedé cuando nos vimos la última vez, asuntos que, a pesar del paso del tiempo, yo había tenido presentes con claridad. ¿Seguía viviendo en Austria? ¿Tenía éxito en la música? Sí, y además se había casado con una vienesa, Rosita, y su hijo mayor ya era treintón y papá de unos mellizos, cuyas imágenes nos mostró a Tata y a mí en la pantalla de su celular. De hecho, Arnulfo se llegó a sentir tan seguro de sí mismo tras comprobar lo bien que yo lo recordaba a él, o su esencia, y a pesar de no haberlo reconocido por su aspecto, que entonces, en una especie de correspondencia, sin dejar de sonreír y mirándome plácidamente a la cara, me preguntó por mi hermana Bárbara.
Arnulfo quería saber qué había sido de ella, si había seguido escribiendo, si, tras enviudar, se había vuelto a casar, en fin, cómo estaba, en dónde vivía, si tenía hijos.
Tata, quizás en prevención del desplome de ánimo que la confusión de personalidades creada nos podría provocar a los afectados, soltó una risa nerviosa y empezó a aclararle a Arnulfo que en realidad la hermana por quien él me preguntaba era yo, al mismo tiempo que yo, que tomaba el asunto con humor, trataba de acallar a Tata contestándole a Arnulfo una a una todas las preguntas que me había hecho sobre mi hermana Bárbara.
En ésas estábamos cuando se nos acercó Maya, fotógrafa de Oaxaca, que interrumpió el bombardeo de información cruzada que lanzábamos sobre Arnulfo. ¿Te conozco?
, me preguntó a mí; tu cara me es familiar. ¿Cómo te apellidas?
, quiso saber. Y Tata y Arnulfo a coro pronunciaron mi apellido. Intrigada, Maya dio un paso más, Ah, y ¿qué eres de la escritora?
¡Su hija!
, le contesté, con tal determinación que acallé la sorpresa de Tata y Arnulfo, que se disponían a aclararle a Maya que yo era quien soy, pero que, en vez de esto, se quedaron dudándolo.