l Teatro Casa de la Paz de la Universidad Autónoma Metropolitana florece nuevamente y desde hace algún tiempo, bajo la eficaz dirección de Jaime Chabaud. En su escenario se presentan grupos de música, de danza y de teatro. En este último rubro, colectivos de presencia incipiente pero que reunan ciertas características de integración y calidad, pueden dar sus primeros pasos hacia la profesionalización total, ser vistos y juzgados, darse cuenta de sus errores y aciertos. En días pasados tuvo esta oportunidad la Compañía Conejillo de Indias con Tres para el almuerzo de Gabriela Ochoa Lozano, obra que obtuvo Mención Honorífica en el concurso de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo de 2010 y está publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro bajo el rubro de Teatro de la Gruta X y fue dirigida por la propia autora, todo lo cual se presta para intentar hacer un análisis que puede o no ayudar a la autora y directora según el grado de autocomplacencia que tenga.
Gabriela Ochoa Lozano, graduada en la Universidad Veracruzana, y por la Universitè de Saint-Denis en artes escénicas, se ha especializado en la técnica del clown, lo que explica muchas de las inconsistencias del montaje de una obra que trata un tema tan serio como el tedio de un ama de casa y el regreso de sus fantasmas. Al dirigir, Ochoa Lozano hace pequeñas adiciones y algunos cambios a su texto, lo que lo enriquecen al dar un ambiente onírico a lo que serían meras acciones sin sentido. En una cocina integral destartalada –símbolo de ese claustro-prisión que pueden ser las repetidas faenas domésticas en escenografía de Felipe Lozano y Hugo Pérez y con iluminación de Martín López Brie– Minerva da cauce a sueños y expectativas, con ese al parecer único ser real que es Joaquín, el marido indiferente que llega incluso a comer el lodo que le sirve la mujer en medio de su enajenación.
Si bien es de celebrarse que una joven dramaturga se proponga ir por caminos poco convencionales e intente un lenguaje propio, cierto afán de originalidad empaña lo que hubiera sido una propuesta mucho más positiva. Así, la madre dominante que vive en el congelador ha de ser el símbolo de algo, pero poco se entiende de qué o la razón de que sea su hábitat ese aparato. O la razón de que el diario de Minerva esté en el horno o sólo haya una cebolla para comer, cuando hemos visto a la mujer amasar una pasta al principio. La separación entre lo real y lo no real no está bien sustentada, lo que quizás sea el propósito de la autora y directora que intenta el ya casi obsoleto absurdo a veces con tintes lúdicos, a veces con predominancias fársicas.
La nota de farsa la da la madre, tanto por vivir en el congelador como por su apariencia, vestuario y modos que contrastan con el de los otros personajes y al absurdo se suma el lecho de los cónyuges, que es la mesa de la cocina encima y debajo, con el inmenso mantel que lo cubre, lo que es un acierto de la directora que reduce a una cocina el ámbito y el lugar único de la ama de casa. En cambio, las dos coreografías aparecen como inútiles y puestas solamente para aumentar el sentido de irrealidad. Las apariciones de Filiberto como ser real –sobre todo en la escena del almuerzo– y como fantasma amado son muy acertadas. Ojalá toda la escenificación hubiera conservado ese aire de ambigüedad que le hubiera aportado mayores calidades.
La compañía Conejillo de Indias, entiendo que de reciente creación, está compuesta por las actrices y los actores Jacqueline Serafín –también diseñadora de vestuario–, Romina Coccio, Juan Carlos Medellín y Jorge Núñez y contó para esta escenificación con la música original de Genaro Ochoa. A pesar de cuantas dudas suscite este primer montaje, es de celebrarse que exista un nuevo grupo con aspiraciones de teatro de arte y de salir de lo trillado. Y más aún, hay que agradecer a la Casa de la Paz y por consiguiente a Jaime Chabaud que aliente a colectivos noveles a presentarse de manera profesional en un recinto de tan larga trayectoria.