n 1997, al recibir el grado de académico de honor de la Academia de Ingeniería, presenté como trabajo de aceptación una ponencia, en la que, con el título de El futuro de México sin ingeniería mexicana, hacía un análisis sobre las tendencias existentes, que llevaban ya algunos años, del desmantelamiento de la ingeniería mexicana en beneficio de las empresas trasnacionales, dueñas del dinero, a las cuales entregábamos los escasos grandes proyectos que se desarrollaban y con ello, además de nuestro dinero, la hipoteca del futuro de la nación: la imposibilidad de formar profesionales de alta capacidad, la ampliación de la brecha que nos separa de los países desarrollados, la dependencia cada vez mayor para resolver incluso problemas cada vez menores; en suma, la renuncia al conocimiento, a nuestra soberanía tecnológica, que es, en el mundo moderno, parte fundamental de la soberanía.
Desaparecían, señalaba entonces, los grupos de excelencia en la ingeniería de las dependencias estatales: en la hoy extinta Luz y Fuerza del Centro, en la Comisión Federal de Electricidad, en Petróleos Mexicanos, en Ferrocarriles, en la en mala hora desaparecida Secretaría de Recursos Hidráulicos, en la Secretaría de Obras Públicas, en los institutos de investigación, y señalaba: de continuar esta tendencia, el futuro de nuestro país no coincidirá con las expectativas de los mexicanos, porque si bien no cabe afirmar que la ingeniería mexicana puede resolver todos los problemas nacionales, sí podemos señalar que los problemas nacionales no se podrán resolver si no contamos con una alta ingeniería mexicana
.
Dejábamos de hacer lo que habíamos hecho bien, lo que había hecho la ingeniería mexicana cuando, en momentos lúcidos de nuestra historia, gobiernos patriotas decidieron que nosotros resolveríamos nuestros propios asuntos; que México lo construiríamos los mexicanos, y lo hicimos.
Hoy, el panorama no permite la menor consideración optimista. Independientemente de los números económicos con los que nuestros financieros políticos tratan de justificar sus acciones, a nadie escapa que en los próximos 20 años, por plantear un horizonte cualquiera, hay, entre otras cosas, que crear 25 millones de empleos, lo que no se puede lograr sin un sólido desarrollo industrial; construir vivienda y servicios –entre los que destaca la educación de calidad en todos los niveles y la salud–, producir el doble de alimentos, incrementar en igual proporción la infraestructura física, la disponibilidad de agua, de energía y de energéticos, para atender a una población con 25 millones de mexicanos más, al tiempo de superar los serios rezagos que nos agobian.
Me preguntaba: ¿existe alguna fórmula para conseguir esto sin ingeniería mexicana? ¿Hay ejemplo alguno en la historia de la humanidad sin una ingeniería local muy desarrollada? ¿Se puede –y se debe– importar todo del extranjero? La respuesta es, desde luego: no.
Decía hace más de 13 años que la sociedad mexicana debía ser consciente de la trascendencia de esta situación y que los líderes de opinión y los responsables de guiar la nación hacia un mejor futuro, tanto en el sector privado como en el público, no sólo lo debían comprender, sino actuar en consecuencia.
Traigo a colación este refrito –tantas veces gritado– porque hace unas semanas nos despertamos con la noticia de la sustitución del ingeniero Óscar de Buen Richkarday, subsecretario de Infraestructura de la Secretaría de Obras Públicas –funcionario capaz, honesto, de carrera, respetado y reconocido en el gremio de los ingenieros– por un talentoso joven tecnócrata
–uno más–, ya que el nuevo secretario de Obras Públicas, otro talentoso joven tecnócrata
, hace ajustes a su equipo, seguramente para prepararse para la madre de todas las batallas, la de 2012, sin importar los estragos que se causen a la infraestructura nacional, de lo que seguramente este par de talentosos jóvenes tecnócratas
saben tanto como yo de arameo.
Luego de esto, aunque por otras razones, según se explicó, lamentables por cuanto se refieren a su salud, se consumó
la sustitución del ingeniero Alfredo Elías Ayub, nada menos que en la dirección general de la Comisión Federal de Electricidad, por otro joven tecnócrata
con muchos estudios en el extranjero y ninguna experiencia, que estará bajo la autoridad de otro tecnócrata
–tal vez menos joven– que se inauguró recientemente como secretario de Energía. Seguramente no se encontró en esa empresa de clase mundial
ningún ingeniero capaz de asumir la responsabilidad y de paso se dejó caer como con desdén
al nuevo director la encomienda presidencial de limpiar de corrupción
–en 17 meses–, la empresa de clase mundial
. No sabemos si se quiso decir que el director sustituido no lo pudo hacer en 12 años, o si en su gestión se adquirió el lamentable galardón a borrar.
No es la mía una protesta sólo por el despido del ingeniero De Buen, que es una afrenta absurda, y por la aberrante forma de sustituir al ingeniero Elías, que es otra, sino por el agravio a la ingeniería mexicana que estas dos sustituciones significan; por la arbitraria actitud de nuestra máxima autoridad que se cree dueño del gobierno y de la República, cuando sólo es el mandatario del pueblo, al que no toma en cuenta; cuando se anteponen los intereses de su grupo –su grupúsculo– a los de la nación; cuando con esa actitud autoritaria cancela las oportunidades de desarrollo, premiando y entronizando la obsecuencia y la incondicionalidad.
¡Ya no habrá más agravios como éstos: ya no hay más ingenieros en cargos importantes que sustituir!
No son éstas, desde luego, las únicas afrentas; son, sí, un capítulo más de una serie de acciones que, como una máquina infernal
, están desbaratando nuestras capacidades ya de por sí disminuidas, orientadas a la entrega total
. Para decir a los cuatro vientos: “vengan de allá y de acullá a construir nuestras casas, nuestros caminos, nuestras presas, nuestras refinerías, nuestras plantas generadoras; a explotar nuestras minas tan bien como han explotado nuestros bancos; a extraer del fondo del océano nuestros inmensos tesoros petroleros, porque nosotros, inútiles e incapaces –aunque hay pruebas irrefutables en contrario–, lo único que sabemos hacer es declarar la guerra al crimen organizado, aunque no la llamemos así, e irla ganando, aunque no lo parezca.
¡Basta! Esto no puede seguir así.