ientras nuestros padres heredaban a los cuarenta, nosotros vamos a heredar a los sesenta. Si bien nos va. El aumento en la esperanza de vida en México ha sido dramático: 73 años para los hombres y casi 78 para las mujeres. Esto significa que las propiedades, posesiones y demás pertenencias de la casa familiar no se van a repartir hasta que fallezcan los padres. De acuerdo con las estadísticas, por lo general sobrevive la madre, que suele quedarse a vivir en la casa familiar, que además de grande, por añeja quedó bien ubicada.
Obviamente me refiero a los sectores medios. Los ricos suelen recibir herencias en edades razonables y por lo general no tienen dificultades económicas, y menos aún se preocupan por heredar una casa. Su problema radica en que los padres octogenarios no están muy inclinados a soltar el control y prefieren hacer una división del trabajo, a cada quién le dan una empresa para administrar, por decir algo, pero no se divide la herencia.
Incluso en el medio de la realeza, el envejecimiento está causando estragos. Ahí vemos al pobre príncipe Carlos de Inglaterra y su amada Camila envejeciendo a pasos agigantados y supliendo, o representando, a la reina Isabel en múltiples ceremonias. Pero la reina no da el más mínimo indicio de querer renunciar. Tampoco su majestad el rey Juan Carlos de España suelta prenda.
En cuanto a los pobres, la situación es peor, como siempre. No hay mucho qué heredar. Pero en México hay un amplio sector de campesinos, de ejidatarios, que tradicionalmente se podrían considerar pobres pero ahora tienen el control de sus parcelas y sus solares. El cambio del artículo 27 constitucional, en tiempo de Salinas, convirtió a los usufructuarios de tierras ejidales en propietarios.
En épocas anteriores los ejidatarios recurrieron a la ampliación de ejidos para poder tener más tierras y dotar a aquellos jóvenes que tenían necesidad de una parcela para trabajar y sobrevivir. Pero la tierra es finita y ya no hubo más que repartir. Se hubiera necesitado otra Revolución. El ejidatario podía transferir el usufructo de su parcela a uno de sus hijos, pero los demás, tanto hombres como mujeres, ya no podían vivir del campo.
El estudio de la herencia, que era una veta de análisis bastante socorrida en los estudios antropológicos clásicos, dejó de estudiarse hace bastante tiempo. No obstante, la herencia es un elemento clave en la organización social y las sociedades se conforman de acuerdo con distintos modelos y normas hereditarias. El mayorazgo español otorgaba al mayor de los hijos todos los derechos, mientras que en el sistema mesoamericano era el hijo menor, quien se quedaba a cuidar a los padres, el que finalmente heredaba la casa. En ambos sistemas el heredero suele ser uno, para no dispersar los bienes, en un caso, y para asegurar el cuidado en la vejez, en el otro.
Pero el cambio en la mayoría de los ejidos mexicanos con la aplicación del Procede, o proceso de regularización de tierras y solares ejidales y comunales, ha vuelto a despertar el interés por el estudio de la herencia. El libro Del arraigo a la diáspora, de la antropóloga Patricia Arias, publicado por Miguel Ángel Porrúa, da cuenta de la nueva situación que se vive en el campo mexicano, con la privatización de las tierras y el envejecimiento de la población campesina.
De acuerdo con Arias, los reformadores suponían que el proceso de privatización de la tierra generaría una dinámica de modernización en el medio rural, mayores inversiones y desarrollo tecnológico. Sin embargo, los nuevos propietarios pertenecían a un sector de la población mexicana totalmente envejecido y con familia numerosa. No habían podido beneficiarse del proceso de transición demográfica, pero les cayó encima el proceso de transición epidemiológica. Que no es otra cosa que el paso de las enfermedades contagiosas, que se llevaban a los viejos a la tumba en un dos por tres, a la situación actual en que las enfermedades crónicas degenerativas los mantienen con vida, pero requieren de cuidados permanentes y tratamiento especializado.
Los herederos del régimen revolucionario que ahora detentan parcelas de propiedad privada, deben tomar decisiones al respecto, cuando no estaban acostumbrados a hacerlo. Los ejidatarios y comuneros sabían muy bien cómo manejarse en medio de las asambleas y cómo dividir, fraccionar, reclamar.
Como quiera, el reparto de la herencia nacional de la tierra ejidal y comunal ha sido muy desigual. Algunos se sacaron la lotería y otros ni siquiera pueden encontrar a un hijo que muestre un mínimo interés por la parcela. Los ganadores del nuevo proceso de reparto han sido los ejidos que quedan cerca de las zonas urbanas. Una hectárea cerca de la ciudad puede convertirse en un muy buen negocio. También los que tienen terrenos en la costa, frente a la playa, si es que queda todavía algún ejidatario que no haya vendido en épocas pasadas o que no haya sido despojado de sus tierras. Las zonas turísticas, con bosque, agua y buen clima, también tienen valor. No así la tierra agrícola de temporal alejada del mundanal ruido.
Los nuevos propietarios, que ahora enfrentan la vejez, se resisten a vender toda la parcela y mucho menos a heredarla. Finalmente la tierra se ha convertido en una especie de seguro de vida. Pero también porque la decisión de heredar se ha vuelto muy complicada.
La situación no sólo es complicada para los padres, también para los hijos. La hermana o la hija quedada
, que se encargaba de cuidar a los padres, ya pasó a la historia. También la familia extensa, donde abuelos y nietos podían convivir a diario. Ahora cada quién anda por su lado y entre todos los hermanos tienen que cooperar con tiempo y dinero para la manutención y el cuidado de los padres. En muchos casos, las familias mexicanas pasan de cuidar a los hijos a cuidar a los padres. Ya no es raro encontrarse con amigos que no pueden salir los domingos porque les toca cuidar al padre, la madre o la suegra.
Al final de todo quedará la casa, la herencia, que apenas deja para los gastos del funeral y pagar las deudas del hospital.