uizá peque yo de obsesiva. Ese pecado se agiganta cuando hablo de la India, otra de mis grandes obsesiones. ¿Por qué no hablas de Japón o de Libia o, de perdida, de la renuncia del embajador Pascual, me preguntan discretamente mis amigos más cercanos? Reflexiono y contesto: hay gente más autorizada para hacerlo, y sin pensarlo dos veces vuelvo a mis vacas, las de siempre, las que, como es sabido, abundan en la India. Allí son sagradas, aunque mal nutridas (dato que asombra a algunos de mis lectores) y donde hasta el polvo rojo con que se decoran la frente los brahmanes proviene de sus excrementos o de la madera de sándalo: ¡curiosa combinación!
Parecería que allí las cosas permanecerían estáticas, o por lo menos ciertas cosas, si se contemplan desde fuera; es evidente que no es así, pero también que difícilmente algunas se movilizan: en los cinco años que transcurrieron desde mi primera visita a ese país, del 12 de diciembre de 2004 al 10 de enero de 2005, aun lo aparentemente banal ha cambiado a simple vista: se modernizan los edificios públicos (algunos aeropuertos y cafés), los motociclistas usan casco, las calles de Agra se vuelven inseguras, los guías advierten que hay que cuidar las pertenencias, mantenerse agrupados por temor a los carteristas, pues, a pesar de las multitudes consuetudinarias que deambulan por las calles, ese país era asombrosamente muy seguro; en un sentido más profundo es evidente también que se han alterado los usos y costumbres: se han relajado los ritos alimenticios ligados a lo religioso, se ha logrado cierta movilidad entre las castas, los privilegios de los marajás fueron abolidos, se ha deteriorado la calidad de sus productos artesanales, se han extinguido varias especies animales y vegetales y el abandono del campo por la ciudad se acelera: India con sus desigualdades sociales se convierte sin embargo en un país emergente.
Y con todo, junto a esos cambios lo antiguo permanece:
Muhammad Nizamuddin fue un poeta místico del siglo XIII. Su tumba está situada cerca del monumento de Humayún en Delhi; también se venera cerca el sepulcro de Amir Khusrau, poeta persa del mismo periodo. Un barrio musulmán con callejuelas intrincadas repletas de creyentes, de mendigos, de mujeres veladas, puestos y tiendecitas donde se venden objetos de culto: rosarios, libros de oraciones, gorras tradicionales, comida barata y flores, sobre todo rosas, enteras o sus pétalos que, desparramados, cubren el piso del pequeño santuario y el sepulcro.
Las mujeres sólo podemos asomarnos al santuario, un letrero nos prohíbe la entrada; se nos invita sin embargo a depositar nuestra limosna en un recipiente custodiado por un devoto. Para entrar al recinto y a las calles que lo circundan es necesario descalzarse –los brahmanes nunca usaban zapatos en el interior de sus casas, el mismo marajá no los usaba– y, de preferencia, cubrirse la cabeza: el piso, increíblemente sucio, como de costumbre; se perciben mezclados los olores, tanto el de las rosas como el de la basura en descomposición. El cuidado del sitio y la manutención de los pobres corre a cargo de la comunidad y las limosnas de los visitantes.
Al anochecer todos los jueves se celebra un concierto en la plaza cercana al sepulcro: el sufismo es conocido por sus derviches danzarines, pero los adeptos de Nizamuddin cultivan la música.
Estuve allí con varios amigos, uno de ellos, residente en Delhi desde hace varios años, me llevó antes de que comenzara el espectáculo a una diminuta perfumería situada en el recoveco de una calle, donde compré varios perfumes y, no lejos, en un puesto miserable, un rosario.
Y hablando de perfumes acaba de llegar a mis manos un bello libro escrito en urdu por Naiyer Masud, un escritor musulmán nacido en Luknow, El olor de alcanfor (Atalanta): “…inhalar el aroma de alcanfor sólo provoca una sensación de desolación, y luego, la revelación de algo en esa desolación… algo que ya existía antes de la concepción del extracto…”