l catálogo de las famosas e impuestas reformas estructurales llega a las postrimerías de su cuerda con la llamada laboral. Cruenta iniciativa que el Congreso intenta deglutir antes de la semana mayor. Un golpe directo, devastador al bienestar y el bolsillo de las familias trabajadoras del país. Tal como han sido dictadas desde los centros financieros mundiales, el modelo reformista estructural llegó, desde sus inicios allá por los años 80, al México patrullado por los dos partidos de la derecha: PAN y PRI. A éstos se sumarían, años después, algunas otras franquicias como PVEM y Panal, sin soslayar la crucial aportación de ciertos personajes de la burocracia partidista de izquierda enquistada en el PRD y a los que cualquiera identifica por sus nombres de pila.
Profundizar sobre todos y cada uno de los incisos de la reforma es tarea por demás ingrata. La precarización del trabajo que pretenden es abierta, sin titubeos. Los círculos plutocráticos nunca levantaron el dedo del renglón para lograr sus propósitos de rapiña. Con la fuerza de sus medios la introdujeron como parte sustantiva de la agenda nacional. La estuvieron preparando en prolongadas negociaciones con los anquilosados líderes sindicales del oficialismo priísta. El provocador del PAN que ocupa la Secretaría del Trabajo puso todo el empeño de su parte para cumplimentar la indigna razón de su presencia. Sus actos retóricos (envidiados por cualquier merolico callejero) de vocería revelan, sin duda, su abyecta subordinación a los dictados de los grupos de poder.
Se trata, al fin de cuentas, de desregular la contratación de la fuerza laboral, reducir sus prestaciones sociales y eliminar, hasta donde sea posible, sus armas de defensa (contratación colectiva). El objetivo es seguir exprimiendo al factor más débil, el trabajo. La enorme plusvalía generada, en México y en todas partes del mundo, ha pasado, casi íntegra, al capital y sus empresas. Y la escalada de expoliación no parece tener fondo. La crisis financiera mundial sólo ha destapado, ha transparentado, la insaciable voracidad de los núcleos centrales de poder. Irán, sin descanso y tregua, por la continuidad del modelo concentrador. Quieren acelerar la acumulación que ya alcanza niveles de rapacidad. En esa misma dirección lograron, con las modificaciones a las leyes pensionarias y de retiro, pasar los masivos recursos acumulados de los trabajadores a manos de los banqueros. La consecuencia ha sido embolsarse una enorme tajada (casi 25 por ciento y, a veces más) con el pretexto de su habilidad gestionaría de dichos fondos. El precio a pagar por los aportantes ha sido, en todos los países en los que se ha conseguido pasar tales reformas, disminuir sus posibilidades de acceder a una pensión de retiro digna.
Por fortuna, la inoperancia de la elite mexicana, los brotes de protesta y la presión de grupos organizados de la sociedad han logrado detener y, a veces, modificar el paquete de las dichosas reformas estructurales. La energética, por ejemplo, provocó la emergencia de un movimiento masivo contra la pretendida privatización de las empresas públicas mexicanas (Pemex y CFE) Pero la derecha y el gran capital interno e internacional no han cejado en su intentona de poseerlas por cualquier vía, corrupción de por medio. Mientras, estos avariciosos enclaves continúan, por la vía de los hechos, contrariando la expresa voluntad colectiva que desea conservar tales empresas como instituciones de Estado.
Otra de las reformas pendientes es la fiscal. La iniciativa priísta pone el acento, como en otras tantas tentativas anteriores de la derecha, en los nuevos causantes (la informalidad) y los impuestos al consumo (IVA) en alimentos y medicinas. Los viejos distractores del gran capital para no pagar su debida contribución a la hacienda pública. Nada dicen de forzar a las empresas grandes, monopólicas y abusivas muchas de ellas, evasoras todas, de cumplir, con debida justicia, sus obligaciones de contribuyentes mayores. Quieren, en cambio, seguir gozando de sus añejos privilegios. Ya la Auditoría Superior de la Federación ha mostrado como, estas empresas, (listadas todas en la bolsa mexicana) apenas pagan de IVA anual unos 70 pesos y de ISR otros 60 pesos por cada una de ellas. En cambio, se engullen casi 40 por ciento de todos los ingresos de la economía (PIB)
La prolongada disminución de impuestos a los grandes capitales, una tendencia generalizada en el mundo, sobre todo en los países desarrollados, ha ocasionado varios fenómenos simultáneos. El primero es la evidencia empírica de que ocasiona fuertes déficit en los balances nacionales. Mantener, en esas circunstancias forzadas, los costosos programas de los distintos estados de bienestar, se torna cuesta arriba. El desenlace inducido desde lo alto lleva a draconianos programas de austeridad, siempre a costa de las clases medias y los de abajo. Otro aspecto de la desgravación a los capitales obliga, a las familias de medias y bajas clases económicas, a endeudarse más allá de su capacidad de pago ante la congelación o disminución artera de sus ingresos. En Estados Unidos, por ejemplo, aun con las serias desgravaciones a los ricos introducidas desde los tiempos de Ronald Reagan, todavía aportan buena parte del ingreso hacendario. El uno por ciento más rico aporta 38 por ciento del total del ISR. Y si se extiende al 5 por ciento se llega a 58 por ciento de la recaudación del ISR (ver The Economist, p. 9. de marzo), una diferencia abismal con lo que sucede en México. Es en este punto donde radica el problema del fisco nacional y no en otros renglones. Pero la elite política se hace rosca ante el empuje de sus patrocinadores. Es por eso que, cuando alguien se atreve a exponer tales abusos y privilegios indebidos de la plutocracia mexicana, se les tache de violentos, de extremistas, de peligro social. Aunque la consecuencia, de estas carencias fiscales y de las demás reformas estructurales, sea todo un catálogo de plagas: falta de crecimiento, feroz desigualdad, violencia endémica ya, ingobernabilidad, despiadada concentración de la riqueza y sus derivadas en pobreza y marginación. Es por esto que, en Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, al introducir (New Deal) la seguridad social, los derechos sindicales, el salario mínimo, el seguro de desempleo y la semana laboral de 40 horas, fue declarado enemigo de los negocios.