ubo una vez una banda de rock llamada Santa Sabina, algo así como un experimento artístico que sale bien. Qué digo bien. Marca el punto más alto, tal vez, del rock mexicano en términos estrictamente musicales. Su propuesta escénica y su conmovedora vocación literaria –presente en sus letras y en la concepción entera de su existencia como banda– los hicieron un motor de renovación y, por su ejemplo (habitualmente bueno), mentores extracurriculares para miles de jóvenes que tuvieron la suerte de tenerlos ahí.
La experiencia duraría casi 20 años (1989-2008) casi que de milagro, pues las acechanzas serían muchas. Su nombre los protegía. Y las ganas de trabajar, igual que sus estrictos contemporáneos de Café Tacvba, que ya ven cuánto han hecho y hasta dónde han ido a parar. Uno-Dos.
Los músicos de Santa Sabina formaron siempre un ensamble con buenas ideas y brillante capacidad de interpretación, desde sus orígenes como Psicotrópicos, grupo en liga college, de-escuela-activa, que cruzó sus progresivos y aún adolescentes pasos con los de una actriz-cantora que había dejado atrás Guadalajara para internarse en la escuela de teatro de nuestro capullo favorito: la UNAM.
En sus orígenes están Kafka, Brecht, King Crimsom, una vena darqueta al parecer congénita, no adquirida. Pero también Jaco Pastorius, Murnau, Baudelaire y un funk que a saber de dónde sacaron, a lo mejor también fue congénito o por alguna sobredosis a edad temprana de Funkadelic en la cuna de alguno de ellos.
Quien esto escribe fue su fan insobornable y fiel antes de que ellos se dieran cuenta de quiénes eran, y menos, de lo que llegarían a ser. No sólo empezaron bien. Al paso del tiempo y los cambios en su alineación siempre fueron mejores. Al final, con su concierto de 15 aniversario (2004), los músicos de Santa Sabina demostraron estar en el cénit. ¿Es mucho pedir inteligencia, buen gusto, compromiso social profundo, originalidad creativa y encanto en una banda? Pues Santa Sabina nunca nos quedó a deber.
La primera noche debió ser en 1989, en el desaparecido LUCC, La Última Carcajada de la Cumbancha, en la calle Perpetua, memorable espacio del rock en libertad, algo que no abundaba entonces. Tampoco ahora. Era el concierto de alguien más, pudieron ser El Tri (en una época chida), Maldita Vecindad, Jaime López o alguien así. Curioso que no lo recuerdo, y sí en cambio a la desconocida banda que taloneaba de abridora.
¿Quiénes eran? ¿Quién esa chava de cara grande y voz inesperada, envuelta en el beat sorpresivamente perfecto de unos chamacos que, oh, podían tocar? Ya entonces resultaba evidente que Rita Guerrero era el corazón de Santa Sabina, y lo sería hasta el final. Corazones de ese tamaño no se dan en maceta.
Rita. La gran Rita. Hoy, qué chiste, ya sabemos que es la mejor voz que ha habitado nuestro rock, la diva definitiva, la mamá de los pollitos. Pero en aquella lejana noche chilanga con cierto aroma a hachís todavía no sabíamos nada. En ese tiempo rolé las tierras bajas del rock nacional, y no recordaba haber visto una presencia igual.
Rita era. Los animales escénicos sencillamente son, da la impresión de que aún si no lo quisieran, no pueden evitarlo. Y su voz, soprano alto de verdad. Un acierto histórico de la banda es no haber puesto nunca a cantar a nadie más. Quizá Rita no tuvo 10 en ópera (o nomás en las de tres centavos, que como Monteverdi sabía, pueden resultar espléndidas), pero difícilmente hemos tenido otra voz corolatura con tal personalidad. Cuando uno la escucha en el Ensamble Galileo (su posterior proyecto paralelo) entonando a pecho de pájaro piezas de Sumaya o cantos sefaradíes, uno sigue escuchando, no a la soprano de la partitura, sino a Rita, la voz que es. La de Nos queremos morir, pues. Como decimos de Billie Hollyday, de Nina Simon, de Patti Smith, aunque la mona se vista de seda, Rita se queda.
Desde aquella primera noche del 89 recuerdo que pensé que esos chavos podían ir por todo. Se ve que ellos también, porque lo hicieron. Pero me quedaba corto. Con el tiempo (su primer disco aún estaba a dos años de distancia), esa presencia y su pasta sonora los convertiría en personalidades entrañables y generosas, no sólo en la escena roquera, sino también en nuestras luchas populares y eso que podemos llamar sin pena la vida real.
Sus pasos primeritos los llevan a protestar contra la central nuclear de Laguna Verde. Con responsabilidad como artistas populares y líderes de una generación, junto con otros roqueros emprendieron el camino de las luchas indígenas y de las comunidades zapatistas. Con Roco y Panteón Rococó, Guillermo Briseño, Los de Abajo y otros, Rita Guerrero y el bajista Poncho Figueroa pusieron a Santa Sabina donde servía para algo más. Esa falta de indiferencia, esa capacidad de rabia y simpatía (escúchense Olvido o su portentosa despedida con Distante instante de Rockdrigo), retratan a Rita en todo su esplendor. (Continuará.)