l 26 de diciembre de 2004 un terremoto de nueve grados Richter, a cuatro mil metros de profundidad en el océano Índico, produjo una cadena de tsunamis que literalmente borraron del mapa islas, playas y poblaciones. Sumergidos en una densa capa de lodo y agua quedaron 300 mil cadáveres. La onda expansiva de las olas afectó a Indonesia, Tailandia, Sri Lanka, India, Bangladesh, Burma, Malasia, Islas Maldivas, Somalia, Kenia, Tanzania y las islas Seychelles. Algunas olas alcanzaron cinco metros de altura y se desplazaron a más de 700 kilómetros por hora. El mundo tardó en entender la magnitud de la tragedia. Dos semanas después, conferencias internacionales celebradas en Yakarta y Ginebra confirmaron la necesidad de acudir organizadamente a las regiones afectadas, pues millones de familias quedaron sin hogar, sin medios de subsistencia, en la orfandad.
En reuniones posteriores, los países de la región Asia-Pacífico aprobaron medidas para prevenir en lo posible los efectos de futuros tsunamis. Entre otras cosas, reconocieron las fallas cometidas al ocupar anárquicamente la franja costera y no conservar ecosistemas (en especial los manglares y los arrecifes coralinos), que funcionan como barreras naturales contra los embates del mar, los sismos y los huracanes. Haber destruido ésas y otras formaciones litorales contribuyó a que la tragedia fuera mayor. Por supuesto, abundaron las recomendaciones para, ahora sí, ocupar ordenadamente la zona costera, reubicar lo que no debía estar en la mira fácil de futuros tsunamis y temblores (como plantas nucleares, eléctricas e hidráulicas) y contar con sistemas de alerta oportunos. La catástrofe que vive Japón confirma que todas esas recomendaciones no fueron tomadas en cuenta.
Se sostiene que el agua y la fuerza que acarrean olas de siete metros de altura resultan virtualmente imposibles de contener. Por eso mismo no debieron construir cerca de la costa (y, en su caso, debieron ser reubicadas urgentemente, como pidieron reconocidos expertos) centrales nucleares, generadoras de energía eléctrica, ni plantas de agua potable, protegidas en Japón con bardas de tres metros de altura.
Extraña aún más esto en la que, hasta hace poco, era la segunda potencia económica del planeta y cuyo futuro energético lo finca en lo nuclear. Este modelo quedó hecho trizas en unos cuantos minutos, al salir a flote la negligencia y corrupción de las autoridades y los propietarios de la planta nuclear de Fukushima (de cuya suerte final el mundo sigue pendiente), pues no garantizaron ni su buen funcionamiento ni su seguridad.
El gobierno japonés reconoce haber cometido fallas en ésa y en otras plantas. Buen signo cuando todavía sabremos de muchas más y cuando lo urgente es neutralizar el peligro radiactivo, encontrar todas las víctimas mortales posibles del tsunami, restablecer lo más pronto la vida diaria de millones de personas que están en el desamparo e iniciar una reconstrucción que tardará varios años, cuantiosos recursos e incontables sacrificios de la población.
Mientras, el lobby nuclear trata de hacer creer al mundo que esa energía es la panacea para el futuro de la humanidad por segura, económica y limpia. Mal momento y malos argumentos utiliza en esa tarea. Como el de que hay más víctimas en las minas de México y China. Y en la mejor expresión de la tecnocracia huérfana de sensibilidad social, el jueves pasado en el noticiero de José Cárdenas, politólogo y académico con programa en Televisa, aseguró que la tragedia le cae muy bien económicamente a Japón, pues le va a permitir salir de una crisis que dura ya 20 años. Que la reconstrucción va a ser un extraordinario negocio. Como también lo será invertir allí en el futuro inmediato.
Contra esa crisis, ¿no hubiera sido mejor hacer las cosas correctamente en lo económico, social y energético para así evitar cerca de 20 mil muertes, decenas de miles de damnificados, una enorme crisis humanitaria y pérdidas materiales y ecológicas superiores a los 600 mil millones de dólares?
Así que, desmemoriado lector, recuerde que a la hora de las tragedias, anunciadas o no, lo importante son los negocios, no la gente.