uando se habla de restauración debemos referirnos a intereses más que a partidos, prácticamente inexistentes en México; hoy atacados, no sólo de sordera, sino de soledad y soberbia.
Vale parafrasear a Antonio Machado en sus Proverbios y cantares, que musicalizó en trozos Joan Manuel Serrat, ya que andamos entre el México que muere y otro México que bosteza.
Estamos en un país convulso, de reglas confusas, y queremos resolver con la magia de la violencia verbal lo que no hacemos con el esfuerzo y la prudencia. La primera característica es que no confiamos en lo que construimos y por eso se apuesta a querer repetir la historia.
Nunca la política y sus formas fueron tan histéricas. La invención de los enemigos y elegir entre el menos peor
arrojó esta democracia, donde sólo es válido para los ciudadanos votar y consumir.
Rodeados estamos de violencia, creyendo que la paz será eterna, en la capital amurallada; viendo el desastre como si no pasara nada, mientras se construyen ofertas de futuro que nos llevan a la casa del México que muere, de los mismos que ni ven ni oyen.
En ese trayecto, se perdió el humor, la guerra, la soberanía, la democracia, la salud, la razón, la ética, la consecuencia, la coherencia, las convicciones y la noción de realidad.
Hay tanta confusión, que cualquiera dice ser demócrata y define esto como una democracia que se alimenta de insultos, divisiones internas en nombre de los intereses del pueblo. En el fondo, el país funciona por inercia, por las leyes de la oferta y la demanda que actúan al margen de esa política, de la que se alimenta gracias a su ineficiencia para crear un nuevo orden, imponer nuevas reglas, crear nuevas formas superiores de gobierno para resolver problemas.
Al país le sobran diagnósticos de sus problemas. Todos los mexicanos tenemos uno y coincidimos en que, como nunca, el país está mal. El problema es la falta de voluntad política y de entereza para construir opciones que vayan más allá de los intereses de las camarillas y se vuelva a poner al mando la política, la razón, la inteligencia, la estatura de la generosidad, el oído atento, el reconocimiento de intereses legítimos aunque particulares, la dimensión de las acciones para las soluciones de fondo.
Para eso se necesita poder y debe surgir uno grande y fuerte para animar al país entero. La política debe atraer a los jóvenes, no como portadores de ambiciones de viejos, sino de imaginación y talento. Se necesita un poder construido con cantera nueva, de los que pueden equivocarse por voluntarismo, pero unidos a la memoria y la experiencia, salvaguardarse lo más posible para no repetir errores.
Cada primavera es oportunidad para renovar intenciones y voluntades. Las circunstancias del país reclaman definiciones personales y atender llamados de fondo, no trampas para simular cambios que no cambian nada.
Hoy lo extraordinario es avanzar hacia una situación nueva. La derrota es fácil, la vocación por la victimización harta a todos, porque no resuelve nada y sólo sirve para alimentar el vacío.
Existe la necesidad de sustituir la convicción por la esperanza; el riesgo por lo que supuestamente es lo políticamente correcto. Ya no basta la denuncia aislada, sino la acción, lo que cambie de tajo la simulación y la lucha actual por organizar derrotas y hacer de lo posible retrocesos.
Lo cierto es que el país está en peligro, en uno de sus momentos cruciales, y por eso ésta debe ser la primavera de los patriotas, la de los que planteen caminos posibles, no para resolver cada uno de los problemas por separado, sino que señalen la salida de fondo que ayude a sentar las bases de solución para cada uno. No puede ser un listado de ocurrencias, sino el resultado de la inteligencia política, nutrida de lo colectivo, de lo histórico. No hay solución mágica, ni personal, ni liderazgo, ni concepto que venga de la descalificación permanente.
Construir una nueva fuerza política nacional es una tarea para la primavera patriótica; construir unificando más que dividiendo, pues el insulto termina en un espejo que se nos rompe en la cara.
Es la única apuesta posible ante tanto oscurantismo conceptual, tanta incoherencia, tanta complicidad de los que se benefician con el fracaso de México; de los que han tenido en sus manos la posibilidad de transformar el país y fue para ellos más importante su historia personal que la de los mexicanos.
No es necesario poner nombres; es necesario poner conceptos y reconocer que en las opciones sordas y soberbias de hoy no está la solución ni la respuesta.
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