l recibir esta más que satisfactoria distinción, uno debe asumir que la modestia puede ser engañosa, y más cuando busca esconder el enorme gozo que produce.
Al ser investido doctor honoris causa por esta Casa Abierta al Tiempo, donde tantos amigos y colegas laboran para honrar su lema y enaltecer su calidad de universidad pública y progresista, no me queda sino tratar de traducir el agradecimiento sincero y gozoso en un compromiso: cordial y festivo, como pocos, pero también exigente y riguroso con el tiempo y la tradición rica en voces y ámbitos de que hace gala la universidad pública mexicana.
Quisiera dedicar esta comunicación a hacer explícito un inventario breve de mis compromisos de este tiempo. En primer lugar, con la educación pública nacional, laica y universal, gratuita a la vez que obligada a darle al país la necesaria y urgente formación de nuevos ciudadanos que pronto puedan convertirse en fuerza productiva, motor de cambio, horno incandescente para los nuevos saberes y quehaceres en la ciencia, la cultura, el emprendimiento productivo y la política.
A eso y más está obligada la educación pública y con ella los universitarios, porque así lo impone la gran mudanza mundial y nacional que se resume en los grandes saltos de la demografía, la economía y la cultura. Esta es una tríada que se ha vuelto vector inapelable de una nueva era de cooperación internacional, aún escondida y rejega, que pueda enfilar al mundo peligroso del presente hacia nuevas plataformas de gobierno y democracia mundiales.
Para estos y similares fines debe servir nuestra educación fundamental, llamada básica, que por ello debe fincarse en la honradez y la transparencia, de la administración a la docencia. Para hacerlo, urge dejar atrás y para siempre los años de simulación y opacidad corporativas, así como de complicidad gubernamental, que la han llevado al alarmante estado de corrosión y descuido en que se encuentra.
Bajo estos techos generosos de la UAM y con su querida gente, viniendo de donde vengo y donde pienso quedarme a hacer y vivir mis trabajos y días finales, mi segundo y más cercano compromiso es con la educación superior. Con la universidad pública, con su defensa indeclinable, con la necia y recia insistencia en que, sin una universidad dedicada a la ciencia y a la búsqueda de la verdad, no hay porvenir ni nación habitable.
Como pocas veces en el pasado, el futuro nacional y el de sus universidades aparecen inextricablemente unidos, como si pudiera vislumbrarse una nueva fragua donde la cultura y la política, las humanidades y la ciencia, el arte y la economía, al fundirse, llevaran a perfilar nuevas avenidas para un desarrollo extraviado y una democracia atribulada. Ambos, desarrollo y democracia, enfrentan hoy obstáculos mayúsculos para, por lo menos, asegurar mínimos de bienestar y protección social, así como buenos gobiernos y mejores formas de entendernos y cooperar.
Por estas y otras poderosas razones, nuestro compromiso con la educación y con la universidad nos obliga a ser mejores, críticos con lo logrado, inclementes con el regodeo y el apoltronamiento que amenazan con imponer sus nefastas inercias y convertir nuestros quehaceres en rutinarios.
Éstos, son usos y costumbres en donde no puede prosperar la imaginación y el ingenio encuentra cauces oxidados, hostiles a la curiosidad y la irreverencia, los resortes por excelencia del quehacer científico y la creación humanística y cultural.
Una universidad que acepta la rutina y la inercia como modo de vida, niega su esencia y prepara las condiciones necesarias para que sus malquerientes, que suelen ser los mismos del Estado laico que Carlos Monsiváis tan bien describiera, quieran volver por sus fueros. En el plano de la educación superior, estos fueros suelen querer decir privatización, lucro, saber articulado y subordinado al poder, mezcla oligárquica autorreproducible. Un auténtico e inaceptable desafuero.
¿Qué decir ahora de nuestro compromiso urgente y más próximo, el que nos convoca a quienes pretendemos hacer ciencia social y enriquecerla con nuestros particulares saberes heredados de la economía política? En primer término, asumir y potenciar el enorme enriquecimiento que de nuestra ciencia hicieron gigantes como Keynes y Kalecki, a los que pronto se unieron los pioneros de la economía política del desarrollo, en particular los nuestros, de Prebisch a Furtado, pasando por Vusckovic, Noyola, Pinto, Urquidi, Ibarra y el resto de la legión del desarrollo y la fantasía organizada.
Entender el presente como historia y el futuro como conquista de un conocimiento inundado por una ética pública, por tanto laica, es primordialFoto Luis Humberto González
Lo digo pronto porque sé que tenemos y tendremos mucho de qué hablar entre nosotros. Este compromiso debe partir de reconocer que hoy hablamos desde las atalayas de una disciplina avergonzada
por la Gran Recesión, como lo ha dicho lord Skidelsky, el gran biógrafo contemporáneo de Keynes, que requiere la recuperación pronta de un sentido común que sólo da el cultivo de la historia. Sólo así podremos volver a sostener que antes de ciencia exacta e infalible, como se llegó a pensar en los años de euforia globalista, la economía no puede renunciar a la herencia, que es compromiso ético y social, de la filosofía moral que tanto cultivó Adam Smith, el padre fundador, quien no se arredraba ante los abusos del soberano ni buscaba verdades eternas o un sistema inmutable del que emanaran bienes y bondades.
Admitir que tratamos con y buscamos entender a seres humanos, siempre listos para ser presa de los Animal Spirits de que nos habló Keynes, supone dosis de humildad que sólo a partir de un compromiso con la rigurosidad del saber podrá desplegarse.
Entender el presente como historia y el futuro como conquista de un conocimiento inundado por una ética pública, por tanto laica, es primordial. Este conocimiento debe probar que está dispuesto a hermanarse con la política para reconfigurar el significado del interés general o del bien común, alineándolos por objetivos de igualdad, justicia y democracia: ésta deber ser la gran tarea, nuestro compromiso vital, tras años de condescendencia hacia la abstracción mal entendida y, lo peor, de autocomplacencia burguesa con el poder del dinero y el juego del intercambio financiero desbocado.
Si tuviera que ponerlo en una nuez, diría: nuestra economía política no puede admitir que un país con el tamaño económico del nuestro, con la riqueza generada y acumulada, con las instituciones y el conocimiento tan difícilmente labrados, registre las magnitudes de pobreza y las cuotas de desigualdad que hoy lo marcan.
Nuestra economía política tiene que demostrar con eficacia retórica y eficiencia argumental, con firmeza moral y claridad política, que no hay leyes ni mandatos naturales o celestiales que nos condenen a vivir en una economía mediocre y estancada, y en una sociedad cuya herida histórica sigue siendo la que nos asestó el barón de Humboldt: el reino de la desigualdad.
De la universidad, de nosotros, se espera una voz fuerte y dura, pero sin disonancias ni estridencias, que reclame justicia. Se espera rigor y lealtad al cultivo del saber y de verdades siempre sujetas a los cambios y las convulsiones del mundo.
Justo Sierra, quien quería una universidad nacional, advertía la necesidad de evitar que la institución y su comunidad se enclaustraran, mientras el país afrontaba a ciegas problemas que requerían el concurso de las reflexiones y las ideas.
De aquí la actualidad y vigencia de las universidades públicas: formar comunidades volcadas al mundo, conscientes de su tiempo, dedicadas a levantar y proteger los inventarios de los recursos nacionales, y atentas permanentemente a las circunstancias, los desafíos y las hazañas del talento, la ciencia y la cultura universales.
“No será la Universidad –dijo Justo Sierra– una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio aunque en torno a ella una nación se desorganice.” No podemos ser ajenos a una sociedad que sufre el oprobio y la injusticia y busca cambiar no por cambiar sino para hacer de su casa, como lo quiere ésta, abierta al tiempo de la igualdad, la cooperación, del sentido de interdependencia, convertido en faro de una política que quiere volver a ser, como decía Mariátegui, la más grande actividad creadora
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Permítanme terminar citando al maestro Silva Herzog, quien al recibir el Premio Nacional de Ciencias Sociales en 1962 dijo: Hace algo más de 40 años que camino por el terreno movedizo y sinuoso de las ciencias sociales: estudios económicos, sociológicos, geográficos e históricos. Mi preferencia ha sido la economía política. Pienso que ésta no es, como algunos pretenden, la ciencia de la riqueza, ni tampoco una mera descripción de cómo se producen y se distribuyen los bienes materiales. Está bien que eso se haga; pero es menester que el economista diga cómo deben producirse y cómo deben distribuirse esos bienes materiales para mejorar la existencia del hombre.
* Palabras pronunciadas al recibir el doctorado honoris causa otorgado por la Universidad Autónoma Metropolitana
10 de marzo de 2011