Opinión
Ver día anteriorSábado 5 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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2012: una idea cuyo tiempo ya pasó
L

a elite gobernante funcionó en ausencia de competencia electoral, como un monopolio indolente. La lealtad tenía elementos ideológicos ligados a la matriz fundadora de la Revolución Mexicana. Pero sobre todo por el acceso al poder había podido construir una lealtad por contubernio reforzada por la impunidad, que disuade comportamientos cívicos y alienta oportunismo.

La escisión de las elites políticas, especialmente con la salida de la Corriente Democrática, contribuyó a generar un espacio de competencia electoral que redujo los costos de la salida. También se generó un espacio político en el ámbito corporativo, proclive a la deslealtad, porque el precio es sumamente bajo cuando aumenta la competencia. Así, el actor corporativo comenzó a jugar como una especie de gorrón (free rider), aprovechando la incipiente competencia electoral para amenazar con la salida y así obtener ventajas patrimonialistas.

El PRI ha restablecido una cierta imagen de unidad basado en dos factores: la ineficiencia gubernativa del PAN y las tendencias suicidas del PRD. Pero no ha realizado ni una reforma interna ni un aggiornamento discursivo. Lo primero era indispensable para superar la ruptura del vínculo histórico entre el presidencialismo y el partido hegemónico. A partir de 1997 ya no existía esa articulación. El PRI tendría que haber encontrado un nuevo arreglo institucional que le permitiera transitar de un partido hegemónico a un partido político tout court. Su fuerza está en su penetración territorial para ganar elecciones legislativas. Su debilidad empero es doble: en las elecciones a gobernador no tiene cómo mantener dentro a los disidentes, que generalmente migran exitosamente a otros partidos. Su segunda debilidad está en las elecciones presidenciales donde nuevamente no ha podido evitar el transfuguismo de sus electores ni en 2000 ni sobre todo en 2006. Sin renovar su propuesta discursiva se verá afectado en su capacidad para trascender más allá del núcleo duro de sus votantes.

La transición mexicana estaba sustentada en la idea que logrando que el voto contara y se contara, se abrirían las puertas para la alternancia en los gobiernos y esto a su vez transformaría al conjunto de las instituciones políticas. Se decía en algunos círculos, que a diferencia de los regímenes dictatoriales, el tránsito democrático mexicano no requería fundar nuevas instituciones sino activar las que existían que habían sido deformadas por el régimen de partido hegemónico.

Más que de actos fundadores la transición mexicana gradual en sus ritmos, fue sobre todo una mezcla de acoplamiento institucional y transformismo político. El eje autoritario de viejo régimen: presidencialismo más partido hegemónico más interacción entre reglas formales establecidas en la Constitución, y un amplio abanico de reglas informales y facultades metaconstitucionales; se fue paulatinamente debilitando sin ser sustituido por otro arreglo de gobernabilidad acorde con un contexto de mayor pluralidad y competencia electoral.

Lo que siguió a partir de 1997 ni siquiera fue continuidad bajo la conducción de otro partido, sino una consistente decadencia donde el centro político se desmadeja, combinada con una emancipación desordenada tanto de las entidades federativas como de franjas de la sociedad, al tiempo que opera la colonización de franjas del aparato estatal o de territorio nacional por un sinnúmero de poderes fácticos incluyendo el crimen organizado. Este régimen especial depredador de los recursos públicos se ha nutrido de la ilusión de elecciones plebiscitarias donde cada uno de los tres partidos principales aspira a instaurar un gobierno mayoritario y monocolor.

El PAN ha presidido esta administración de la decadencia y ha terminado por generar su propia decadencia orgánica y ética. El partido se ha perdido y el gobierno quizás también.